JEAN CORTOT



Dibujo e intención



I
En Occidente, la historia conceptual de la escritura es vasta; su historia gráfica, de una extrema pobreza. Hemos delegado en las civilizaciones del ideograma y el arabesco la responsabilidad de la elegancia en el trazo, el vuelo de la línea, la curva que ondula y encadena; dejándole a nuestra escritura tan sólo la función informativa, sin más ornamentos: reducida a la austera legibilidad. Si los ideogramas, al parecer, se han alejado poco a poco de la figuración, en Oriente la letra aún está asociada a la sangre y la cera roja de la representación.

La severidad de nuestras letras, unida a la economía de nuestro alfabeto –sólo veintiseis signos, en tanto que algunas culturas han dispuesto de cientos e incluso miles– acabó por agravarse, es cierto, con la invención de la imprenta, que también es tan antigua como nuestra escritura. Las estampas iluminadas de la alta Edad Media y la época gótica, las miniaturas y las iniciales elaboradas de los salterios, parecen contradecir la afirmación precedente con sus signos realzados; sin embargo la mantengo: el refinamiento y la voluta no son parte integrante del mismo flujo de la escritura, de su carne; son un lujo anexo, una obertura, una manera de bendecir, a través de un brillo de joya, el comienzo de un texto, o de marcar categóricamente su punto final. Ese carácter marginal del ornamento se ha mantenido hasta nuestros días. Los cubistas, por ejemplo, utilizaban frecuentemente los títulos de los periódicos y la tipografía “ortogonal” de la época, sin embargo ese préstamo no era la parte esencial, estructural de la tela, el eje de la composición, sino un añadido, un collage accesorio.

La idea de que la escritura es el simple soporte de una información, un puro instrumento de comunicación, es una de las constantes de nuestra cultura: de ahí la singularidad de la obra de Jean Cortot, que la contradice.


II
El 16 de octubre de 1946, Jean Cortot pinta una elemental naturaleza muerta: veloces líneas negras, apenas sombreadas, hacen pensar en un esquema o un recuerdo –proyecto o sueño–: una mesa oval, dos botellas o frascos vacíos situados uno detrás del otro, al borde de la mesa, y perfectamente transparentes; después un racimo de uvas o un puñado de naranjas cuidadosamente dispersadas, quizás una silla o los pliegues cortados de un mantel. Es posible que el cuadro esté dividido en lo esencial en dos triángulos –el triángulo superior está cubierto de “manchas” oscuras, un boceto más diluido llena el otro; un grafismo helicoidal ocupa la parte alta de la composición; serie de cuadros más que respaldos de sillas.

Posiblemente, más que la maestría manifiesta del dibujo y el esquematismo de los elementos representativos –todo es sucinto y resumido como en un haiku–, lo que cuenta es que esos seguros rasgos son los de una escritura, algo que sólo la obra posterior de Cortot permite percibir. No se trata –y la comparación con la obra actual da testimonio de ello– de un simple dibujo, sino de la disposición, y la reconstitución en figuras, de los elementos esenciales de la caligrafía occidental.

En la actualidad, Cortot continúa haciendo de los puntos de la I una figura, de las barras de la T una representación, como el borde del gollete o el tapón de esas botellas antiguas; la forma helicoidal de un respaldo de silla o de un cuadro es una doble S. Aquí comienza entonces la pintura alfabeto de Cortot: el dibujo es carta, la naturaleza muerta se transforma en frase, en mensaje desarticulado –tanto de trazos o gramos de una diección familiar, tal vez afectuosa, de los que permanecen, recompuestos sobre una mesa, los signos esenciales, la armadura; suerte de restos arqueológicos reutilizados, con la nitidez de una arquitectura actual.

La letra, las grafías del alfabeto, han devenido, con ese desplazamiento, irreconocibles, traducidas: son ahora botellas vacías, espirales quizá, las espirales que se suceden, de la viña, del sacacorchos y la ebriedad. Algunos años más tarde, Cortot decide no “disfrazar” más las letras como imágenes, renunciar a la simulación figurativa: vuelve entonces al alfabeto despojado, el cual ya contiene el gesto de su trazo, y su valor de ornamento, y su verdad.

Comienza entonces, en los años cincuenta, un diálogo indirecto con la escritura, una manera de abordarla o evocarla como tras una pantalla que sería la tela. El soporte sirve a la vez de máscara, de oscuro velo, y de mediador con lo que se encuentra detrás, irreconocible, y que es la organización formal de la letra, el código de lo escrito: un alfabeto reducido a sus ortogonales y sus curvas.

En un momento intermedio donde la letra todavía no se explicita, las “Ciudades” son llevadas a una estructura de cuadrados y rectángulos que se interpenetran y superponen; los “Cuadros del pintor” recrean de manera alegórica los instrumentos que el artista emplea, como si quisiera revelar cuál es el soporte material de la ilusión que es el cuadro, de lo que deriva la sensación del color, cómo se trazan –en ocasiones solas, sin intervención consciente de la mano– una línea, un cerco, el límite de un objeto que no había sido programado durante la concepción de la obra.

En la serie siguiente, “Los Reflejos”, el color se desdobla, y se proyecta ora con una puntualidad especular, ora por el contrario como mancha veloz e imprecisa que sólo por su proporción se corresponde con el motivo cromático original.

De ahí deriva, lógicamente, la serie de los “Combates” donde los colores, aún más que evocarse y apoyarse, se enfrentan, se destruyen, creando una fusión inmediata desde el instante en que son plasmados en la tela: como si su materia, su constitución química, hubiera suscitado un rechazo inmediato, como si pintar sólo fuese una provocación, en el sentido más físico del término.

En 1967, la escritura deviene a la vez explícitamente presente y distante. Como un rostro, alza el velo: renuncia a sus embajadores que eran los reflejos, las ciudades, los instrumentos de la representación. La escritura aparece tal como es, trazo puro, incisión, letra hiperbólica, agrandada hasta asumir el estatus del icono: un signo que se extiende por la tela, pero que tan sólo aspira a su fusión con la trama de aquélla: blow up escritural.

El signo desmesurado de Cortot, en esos años, no es un motivo que se superpone al “fondo” del cuadro; su pulsión, diríamos, es la de lo indiferenciado: abandonar el primer plano, no destacar, fundirse –de ahí el nombre de la serie “Fusiones”– con la tela, ir cada vez más hacia lo que constituye la última verdad de la tela, que es su trama, su hilo, su blanco cegador, su formato, sus ángulos, que determinan ya por su presencia inevitable toda la composición. [...]
Severo Sarduy

[en: Cortot, Severo Sarduy. Maeght éditeur, 1992.
Traducción: Jorge Segovia]




L’éloquence du pinceau
Écritures peintes et livres d’artiste dans l’œuvre
de Jean Cortot



Introduction
Les inspirations de Jean Cortot sont littéraires, sa production de poèmes et de livres d’artiste foisonnante; mais ni calligraphe, ni écrivain, il refuse tout autre qualificatif que celui de peintre. Il se déclare prédateur des textes – pour la plupart poétiques ou philosophiques – dont il couvre ses toiles et ses ouvrages illustrés: la littérature lui fournit l’énergie nécessaire à sa propre création. En 1965 est publié son premier livre à quatre mains, La charge du roi, avec un texte de Jean Giono; sa série des Écritures peintes débute en 1967 et se poursuit depuis sous des formes diverses. Le peintre apporte à l’œuvre littéraire ce qui n’est pas de l’ordre de la signification mais peut l’éclairer: la matérialité de l’écriture et l’expressivité d’un tracé rapide, qui condense un ensemble de sens non narratifs. De même, ses portraits d’écrivains – visages esquissés en quelques traits vifs – tendent à ramener l’image à l’essentiel. Peindre les signes vise souvent à créer un contact direct entre une conscience individuelle et le monde extérieur. Les écritures sont intimement liées à la question de l’identité: constituées de caractères conventionnels, elles correspondent à une culture collective, mais leur tracé cursif est propre à chaque individu. Les travaux de Jean Cortot connaissent une évolution originale: les signes inventés, et donc indéchiffrables, peints à partir de 1967 laissent place à partir de 1974 à des citations et fragments de poèmes. Dans le premier cas, la dimension gestuelle de la peinture cherche une communication dans un tracé antérieur à la construction logique du discours. Dans le second, les emprunts littéraires pour l’élaboration d’une œuvre nouvelle, dans un temps où se côtoient écrivains et artistes de périodes différentes, posent l’existence d’un fonds commun de la création artistique. Les travaux de Jean Cortot sont, plus qu’une observation du monde, l’expression de l’artiste dans celui-ci.


Sources
La plupart des peintures de Jean Cortot sont présentes dans son atelier et dans sa collection particulière. Un incendie ayant détruit environ cent quatre-vingt tableaux en 1999, les représentations présentes dans les catalogues d’expositions et les ouvrages consacrés au peintre sont précieuses. Les œuvres à quatre mains et les livres illustrés demeurent très souvent chez les artistes et les écrivains qui y ont collaboré: beaucoup ont pu être consultés grâce à leur autorisation. D’autres sont conservés dans des bibliothèques publiques, pour la plupart à la réserve des Livres rares et précieux de la Bibliothèque nationale de France.

Des entretiens avec des artistes, des écrivains et des galeristes ont apporté un éclairage sur la réalisation d’œuvres communes et une ouverture sur les démarches d’autres peintres de l’écriture.

La conception des livres d’artiste est évoquée dans les correspondances échangées entre Jean Cortot et des écrivains comme Jean Tardieu, Kenneth White, André Frénaud et Michel Butor, les deux premières étant conservées à l’institut Mémoires de l’édition contemporaine, et les deux suivantes respectivement à la Bibliothèque littéraire Jacques Doucet et au département des manuscrits de la BNF. Les archives privées de Jeanne Busse contiennent elle aussi des lettres, ainsi que des œuvres de Jean Cortot et des photographies. Le fonds de la galerie Charpentier à la bibliothèque Kandinsky, la correspondance adressée par Jean Cortot à Bernard Dorival conservée à la bibliothèque de l’École normale supérieure Ulm Lettres et sciences humaines et les catalogues d’expositions, de Salons et de Biennales fournissent des renseignements sur les manifestations artistiques auxquelles le peintre a participé.

Plusieurs textes de Jean Cortot ont été publiés dans des revues, des catalogues d’exposition et dans la lettre de l’Académie des beaux-arts. Ses propos ont été enregistrés dans des émissions de Canal Académie et dans deux courts-métrages de 2000, l’un réalisé par Patrick Cazals, l’autre par Claude Guibert pour l’Encyclopédie audiovisuelle de l’art contemporain.


Première partie

Une biographie artistique de Jean Cortot
Le choix de la peinture et un appétit littéraire



Chapitre I

Un contexte familial déterminant
dans la naissance d’une vocation artistique


En choisissant la peinture, Jean Cortot trouve une voie personnelle, tout en héritant de son environnement familial et de son père le pianiste Alfred Cortot un goût pour les arts et la littérature, ainsi que des souvenirs d’échanges avec des écrivains, parmi lesquels Paul Valéry. Sous l’impulsion d’Othon Friesz, son maître à l’Académie de la Grande-Chaumière, il est le fondateur avec Jacques Busse et Jean-Marie Calmettes du groupe de l’Échelle, en octobre 1942. L’année suivante, les aléas de l’Occupation viennent interrompre momentanément cette expérience. Jean Cortot trouve un emploi dans l’administration des musées de France : il inventorie les œuvres mises en dépôt au château de Brissac dans le Maine-et-Loire. Au sortir de la guerre, il obtient son propre atelier à Montparnasse, rue Lebouis. Il produit ses premières illustrations pour deux livres publiés en 1946 aux Éditions de la Vie réelle et conçoit un décor de ballet en 1953, mais il se consacre principalement à l’exercice de la peinture.

La chronologie de sa participation aux Salons parisiens – au Salon des jeunes peintres en 1950 et 1951, au Salon de Mai de 1946 à 1968 ou encore au Salon des Réalités nouvelles, consacré à l’art abstrait, à partir de 1972 – est révélatrice d’une peinture qui s’éloigne de la figuration. Les variations sur le thème des chantiers navals de La Ciotat sont une déclinaison des paysages ruraux ou urbains des années 1940 et 1950: c’est avec l’une de ces compositions qu’il remporte en avril 1948 le prix Drouant-David de la Jeune peinture. De 1957 à 1961, la série des Villes ou encore celles des Brouillards et des Reflets jouent sur l’entrecroisement de lignes verticales et horizontales et sur le travail de la lumière. Si la référence à un élément du réel subsiste, le lien entre l’image et l’objet désigné par le titre devient moins évident. Il s’agit de transcrire par des moyens plastiques les impressions produites par les éléments contemplés; Jean Cortot évolue vers des formes plus abstraites, non dans le sens d’une suppression de l’objet, mais dans celui de son intériorisation. De 1957 à 1959, les tableaux intitulés Correspondance sont les premiers à faire référence à l’écrit: ils représentent un amoncellement de rectangles suggérant des enveloppes et des missives. Les guerriers stylisés de l’ensemble des Combats qui débute en 1963 font quant à eux songer à des pictogrammes. Le graphisme, la schématisation et les thèmes qui s’imposent dans les travaux des deux décennies d’après-guerre en font les prémices des Écritures peintes.


Chapitre II

Parmi les peintres de la nouvelle École de Paris:
expériences collectives et recherches sur les signes


Jean Cortot fait l’apprentissage de son art dans le Paris d’après-guerre. Il a été rattaché aux peintres que des expositions comme celles organisées à la galerie Charpentier par Raymond Nacenta – auxquelles il prend part de 1955 à 1961 – désignent sous le terme de seconde École de Paris. Dans les deux décennies d’après-guerre, ses recherches ne s’orientent pas encore vers le signe, mais le terrain sur lequel elles s’élaborent favorise cet infléchissement. La plupart des critiques et des artistes considèrent alors qu’on ne peut revenir à une représentation naturaliste, mais que la peinture non-figurative doit être renouvelée. Les peintres s’interrogent sur un contenu à donner à leur art pour pallier la perte de l’objet, entendue au sens d’abandon de l’imitation fidèle – car la plupart des peintres dits «abstraits» font référence à des éléments du réel ou à une sensation qui en découle. Certains d’entre eux considèrent la peinture comme un sismographe – terme repris par Jean Cortot pour qualifier la démarche à l’origine des Écritures – enregistrant les sentiments humains et les impressions du monde. Dépassant la supposée alternative entre figuration et abstraction, l’appel à une peinture dans laquelle le monde est intériorisé et la quête de sens largement partagée trouvent une résonance dans la représentation des signes. Comme beaucoup de peintres de sa génération, Jean Cortot est influencé par des recherches entreprises avant-guerre, de l’automatisme surréaliste qui a influencé la peinture gestuelle aux papiers collés cubistes semés de mots, en passant par les tableaux-poèmes de Paul Klee.


Chapitre III

Peintre des mots, après les années 1960: une échappée?

Les peintres appartenant à la première École de Paris étaient les figures de proue des avant-gardes du début du XX siècle. Par sa formation, son esthétique, des techniques et des outils ne sortant pas du champ pictural, Jean Cortot s’inscrit dans cette filiation. Dès la fin des années 1940 et les années 1950, il bénéficie d’une reconnaissance, par la présence de plusieurs de ses œuvres au Musée national d’Art moderne comme par leur présentation dans des expositions à l’étranger – organisées notamment par l’Association française d’action artistique – parmi celles des autres peintres de la seconde École de Paris. Cette dernière voit sa position évoluer dans les années 1960 comme en témoignent le déclin des Salons créés après-guerre et une évolution des choix esthétiques dans les acquisitions de l’État. Cette décennie connaît l’essor de la peinture américaine et l’émergence en France de peintres qui s’éloignent de leur art de prédilection par l’introduction de matières et objets divers dans leurs tableaux, la fabrication de machines, ou le recours à des mises en scènes. Pour certains d’entre eux, le concept prime sur la forme. Dans ces deux versants de la création, de nombreux peintres ont utilisé l’écriture. Certains en ont fait le support d’une idée légitimant à elle seule l’œuvre d’art, la forme important peu ; d’autres lui ont donné une matérialité, les outils utilisés pour la tracer étant alors primordiaux. Loin d’opposer un refus de principe à certaines démarches de ses contemporains, Jean Cortot se sait perméable aux influences et affirme être fondamentalement un artiste de son temps. Peintre avant tout, il utilise les mots comme une matière, un élément plastique, et non comme le support d’une théorie. La modernité de sa démarche réside notamment dans l’utilisation d’éléments préexistants – les textes. De la fin des années 1960 au début des années 1990, l’État et les collectivités territoriales lui commandent des décorations murales au titre du 1 % artistique. Il connaît une nouvelle forme de reconnaissance avec son élection le 28 novembre 2001 à l’Académie des beaux-arts, au fauteuil d’Olivier Debré.


Deuxième partie

Projets communs et transversalité

Chapitre I

Les relations entre peintres et écrivains
facilitent le franchissement des frontières


Jean Cortot affirme fonder son travail sur un acte de prédation par lequel il s’approprie des écrits, majoritairement poétiques et philosophiques, pour en faire une œuvre nouvelle. Ils lui apportent le surcroît d’énergie nécessaire à sa propre création. Les auteurs qui sont l’objet de ses emprunts sont souvent ses contemporains. Il utilise plus rarement ses propres écrits dans ses toiles, quoique sa production de poèmes et de textes littéraires – autonome ou destinée à des livres d’artiste – soit loin d’être négligeable. Beaucoup des contemporains dont il s’inspire et avec qui il travaille à des projets communs sont des artistes qui écrivent ou des auteurs qui peignent. Il peut aussi s’agir, comme Jean Tardieu, d’un poète dont les écrits montrent la passion pour la peinture. Les œuvres de Jean Cortot sont parfois ambivalentes, entre le tableau et le livre, à l’image de l’Anthologie Jean Tardieu réalisée en 1980 et 1981 ou encore de travaux à quatre mains comme les Peintures manuscrites faites avec Julius Baltazar et les Rencontres écrites avec Mehdi Qotbi. Les lieux d’exposition des œuvres du peintre-poète – musées comme bibliothèques, salons de bibliophilie ou de peinture – témoignent de cette dualité.


Chapitre II

Le livre illustré, ou la rencontre de deux libertés

À partir de 1965 et de La charge du roi réalisé avec Jean Giono, les livres de Jean Cortot sont souvent conçus en collaboration avec un écrivain, plus rarement avec un autre artiste, la dualité du peintre-poète permettant cet échange: ils sont le lieu de rencontre de deux expressions. Les années 1980 à 2000 sont celles où sa production de livres d’artiste est la plus importante: elle s’élève à plus de deux cents sur la période. Le peintre refuse de se qualifier d’illustrateur, terme qui implique, dans les représentations courantes, une subordination de l’image au récit; dans sa création, la première est loin d’être systématiquement postérieure au second. Manuscrit ou imprimé, le livre est prétexte à des expérimentations formelles, dans son architecture comme dans les matières employées. Certaines initiatives auxquelles il prend part – des livres tamponnés de Bertrand Dorny aux sept «minuscules» réalisés avec Pierre-André Benoit entre 1988 et 1991 – bouleversent les codes traditionnels de la bibliophilie. Dans la plupart de ses livres d’artiste, l’illustration se confond avec les arabesques de sa graphie.


Chapitre III

La non-figuration et la peinture des signes: un pont entre les arts?

Activité annexe, Jean Cortot a utilisé des motifs semblables à ceux de sa peinture, figuratifs ou non, pour créer des cartons de tapisseries et tapis et concevoir des objets aussi divers que des tableaux-téléphones, un piano ou des décors pour services en faïence. Il a par ailleurs réalisé des vitraux pour la chapelle de Castels à Valence d’Agen en 2005, ainsi que des décorations murales. Les écritures peintes – motif bidimensionnel aisément adaptable – sont utilisées dans certaines de ces réalisations. Visant à transmettre une vie intérieure, elles dépassent la simple recherche d’un agencement agréable.

La diffusion de l’art non-figuratif a pu faciliter le rapprochement entre musique et peinture, particulièrement lorsque cette dernière utilise des signes et des écritures. Du réel, les deux arts retiennent des impressions vues à travers une sensibilité créatrice; les deux langages sont formés de signes isolés aux combinaisons infinies. De nombreux auteurs se réfèrent à sa parenté avec Alfred Cortot pour établir des comparaisons entre l’art du peintre et la musique. Celle-ci est restée le domaine réservé de son père. Mais son genre de prédilection, la poésie, est sonore et rythmique par le jeu de la phrase et du vers. Par la composante gestuelle de son travail, l’artiste semble interpréter le texte – partition qui détermine son exécution. Au fondement de son art se trouve un processus de réappropriation avec ses propres moyens artistiques.


Troisième partie

Des signes inventés aux textes ouvragés: une démarche originale

Chapitre I

L’écriture, image et sens

À partir de 1967, les premières Écritures peintes, qu’elles soient semblables à des cursives ou à des idéogrammes, indéchiffrables ou difficilement lisibles, laissent une grande place à l’invention d’un tracé personnel. Les Poèmes épars qui leur succèdent à partir de 1974, ainsi que les Onomagrammes des années 1980 et 1990, éclatent la phrase en mots et le mot en lettres, faisant apparaître l’atome du langage. Les poèmes qui se délitent symbolisent le retour des signes à un fonds commun, les rendant disponibles pour de futures élaborations textuelles. Le langage se recompose avec les Tableaux poèmes et les Tableaux dédiés, séries débutées respectivement en 1974 et 1986, ininterrompues depuis. En février 1999, un incendie consume l’entrepôt – deux réserves à Arcueil – dans lequel se trouvait une grande partie des œuvres de Jean Cortot et conduit à la perte d’environ cent quatre-vingt tableaux. Le peintre s’emploie alors à la réalisation de nouveaux Tableaux dédiés – associant extraits littéraires, reproductions photographiques et dessins – pour remplacer les anciens. Dès la fin de l’année 1999, il substitue par exemple Éloge de Jean Tardieu à l’Hommage à Jean Tardieu de 1988. Certaines séries sont entièrement dédiées à des poètes comme William Blake, Jean Giono – sur les soixante-quinze tableaux que comptait l’ensemble, un seul a subsisté après l’incendie – ou encore Paul Valéry. Les quelque cent quarante tableaux peints depuis 2005 autour de la Divine comédie de Dante constituent la dernière suite achevée à ce jour.

Jean Cortot ne revendique aucune appartenance à un mouvement artistique et refuse d’être inclus dans le groupe des peintres lettristes, même s’il leur a été associé au cours d’expositions, parfois dans des galeries spécialisées comme en 1985 à la galerie Broomhead, rue de Seine à Paris. Pour les lettristes, les lettres et tous les signes de communication sont conçus avec une valeur poétique intrinsèque, indépendamment des mots. Jean Cortot réduit le langage à son élément de base avec les Onomagrammes et les Poèmes épars. Mais pour lui, la signification des mots est aussi primordiale: peignant les vagabondages de l’esprit, il choisit des textes évocateurs d’images poétiques fortes. Les Écritures peintes sont également porteuses de sens non intellectuels, résidant dans un tracé personnel. La peinture de Jean Cortot laisse une part à l’accidentel, sans qu’il soit produit volontairement; elle implique toujours une certaine composition préalable. Contrairement à l’œuvre d’autres peintres, le texte et l’image ne sont pas produits simultanément, de manière totalement spontanée. Le rythme de son tracé est celui d’une écriture naturelle. Associant les conventions abstraites de notation et le geste concret de l’artiste, les écritures peintes sont le moyen de matérialisation d’une pensée et de projection d’une vie intérieure.


Chapitre II

Les écritures inventées dans l’œuvre de Jean Cortot

Entre 1967 et 1974, Jean Cortot peint des signes inventés et donc indéchiffrables. Certains caractères, noirs sur fond bleu, réalisés entre 1972 et 1974, sont apparentés à des idéogrammes. Son voyage au Japon – le peintre ayant accompagné Alfred Cortot dans une tournée en 1952 – a pu l’influencer, sans qu’il ait une connaissance approfondie des cultures asiatiques ni de l’art calligraphique. C’est avant tout l’imaginaire attaché à l’écriture, indépendamment de sa signification, qui l’oriente vers la représentation d’écritures dont il ne connaît pas les codes: des caractères oghamiques ou tifinaghs côtoient dans son œuvre des alphabets appris, grec et latin. Sa fascination pour l’origine des systèmes écrits va de pair avec une interrogation sur l’inné et l’acquis. «L’écriture est un dessin», annonce l’intitulé de plusieurs de ses expositions, paraissant évoquer une indifférenciation première. Une même ligne de peinture noire donne naissance aux mots et aux portraits d’écrivains brossés en quelques traits, les uns comme les autres semblant chercher un retour vers l’idée des choses, en extraire l’essence, de la manière la plus directe qui soit. Le peintre fait référence à l’histoire du livre dans le choix de formes comme celle du volumen; dans ses ouvrages et dans ses toiles, le texte est souvent écrit sans espaces entre les mots, évoquant des manuscrits médiévaux ou des inscriptions latines. Ses travaux paraissent montrer l’origine des textes qui se nourrissent d’œuvres littéraires antérieures.


Chapitre III

Vers le texte

Avec les Tableaux poèmes et les Tableaux dédiés, le spectateur devient lecteur. Le peintre sélectionne des extraits littéraires avant de les peindre: il n’y a pas d’engendrement conjoint du texte et de l’image. Les outils utilisés – plumes ou pinceaux plus ou moins fins – varient; les écritures obtenues, resserrées ou aérées, ont des jambages épais ou minces, différences qui cohabitent parfois dans une même toile. Écriture qui s’autorise à être malhabile, la «cacographie» revendiquée par Jean Cortot ralentit le déchiffrement, ce qui favorise – par l’effort demandé au lecteur pour en percevoir le contenu – une plus nette perception de la qualité des textes littéraires. Les défauts de lisibilité sont un moyen d’accéder au sens par l’intermédiaire d’une invention graphique qui est l’émanation de l’individualité de son auteur.

Par la sélection libre de citations, revendiquée comme un acte créateur, et la mise en valeur des œuvres littéraires qui ont sa préférence, l’œuvre peint de Cortot constitue dans son ensemble une autobiographie en négatif. Son travail amène des comparaisons avec des formes littéraires fondées sur le collage et l’assemblage d’extraits textuels. Du centon antique, les Tableaux dédiés retiennent la juxtaposition de vers éclatés d’un même auteur dans une œuvre seconde et la sélection de citations pour leur qualité littéraire. Avec l’entrée dans la modernité, l’homme perçoit le monde – agrandi par la multiplication des moyens de communication – comme un assemblage hétéroclite et fragmentaire. Les éléments épars trouvent une unité par leur présence simultanée dans la conscience qui les associe. Citation et collage vont de pair avec un infléchissement de la place de l’auteur dans la production artistique. Dans le panthéon personnel de Jean Cortot cohabitent Louise Labé, Paul Valéry, Fernando Pessoa, Homère, T. S. Eliot ou Goethe, parmi de nombreux autres: pour lui, la production littéraire et picturale coexiste en une durée unique. Les lectures successives des textes en renouvellent sans cesse la perception : le phénomène est visible dans les Tableaux dédiés, qui affichent de manière simultanée les textes des écrivains et les commentaires postérieurs du peintre. Le tableau devient l’équivalent d’une page de livre, ce qu’incarne le format de 195 x 130 cm, correspondant à une page agrandie. Après 1945, plusieurs facteurs ont favorisé le rapprochement entre la feuille de papier et la surface à peindre, parmi lesquels la diffusion de la technique du all-over. Produisant des œuvres uniformément couvertes de peinture, de sorte que toutes les zones du tableau soient d’une importance équivalente, elle est assimilable à une surface couverte des signes calibrés de l’écriture. Mosaïques de mots, tissus de citations – ce qui n’est pas sans évoquer l’étymologique du mot texte – perçus dans un premier temps de manière simultanée, les Tableaux dédiés se révèlent être un palimpseste dont les multiples points de focalisation arrêtent le lecteur sur telle ou telle citation.


Conclusion

Poésie et philosophie, les deux principales sources d’inspiration de Jean Cortot, paraissent opposées: la structure brute de la pensée d’un côté; des mots faisant appel à l’imaginaire, libérés des contraintes d’élaboration d’un discours rationnel de l’autre. Mais le sens qu’elles visent à transmettre, logique ou affectif, déductif ou connotatif, semble particulièrement condensé dans ces deux formes: la philosophie tend souvent à une trame discursive, la langue poétique est rarement délayée par des digressions narratives. Elles sont aussi celles où la formulation d’une parole individuelle, en traduisant une présence au monde, sensible et mentale, tend à l’universel pour atteindre le lecteur. Les écritures peintes soulèvent les mêmes interrogations sur la communication entre l’individu et le monde. Par la dimension gestuelle des grands signes peints entre 1967 et 1974, par la vivacité des lignes de ses dessins, l’artiste établit un contact direct avec son environnement et une concentration du sens qu’il cherche à exprimer. Au XX siècle, la peinture devient souvent intellectuelle, tout en cherchant à montrer le caractère irrationnel de la conscience humaine percevant du monde des éléments épars: cette dislocation est palpable dans la juxtaposition de fragments textuels des Tableaux dédiés comme dans les mots éclatés des Poèmes épars. Dans ces derniers, la désagrégation des vers poétiques en lettres, unités du langage écrit, symbolise le retour de celles-ci au fonds commun de la création. En se déclarant prédateur des textes des autres, Jean Cortot transmet une idée semblable: celle de l’existence d’un noyau universel, un temps de l’art où il coexiste avec des écrivains d’époques diverses, tout en se nourrissant constamment des échanges avec ses contemporains. Son originalité réside, plus que dans ce sentiment assez largement partagé, dans sa dualité: peintre et artisan de la main travaillant la matière, il s’intéresse à la qualité littéraire des textes ou à leur portée philosophique. Loin de toute théorisation ou discours sur l’art, il apporte sa réponse à la recherche de sens qui caractérise la peinture de la seconde moitié du XX siècle, alors que les voies de l’imitation fidèle de la nature comme de la non-figuration paraissent épuisées, du moins en quête de renouvellement: il réintroduit dans ses tableaux un contenu, à la fois plastique, par un travail de la forme picturale, et écrit, par l’introduction de textes sélectionnés pour leur signification à partir des années 1970. La production de signes imaginaires s’est concentrée sur les années 1967 à 1974; la peinture d’extraits littéraires se poursuit depuis plus de trente-cinq ans. Ses travaux sont le reflet d’une culture de l’écrit devenue dès son enfance un élément majeur dans la constitution de sa personnalité. À une époque où les moyens de communication facilitent un dialogue entre les cultures et les arts, l’écriture dans la peinture exprime une interrogation sur l’identité, innée ou acquise. Les livres à quatre mains sont le lieu de cet échange. La polyphonie des tableaux de Cortot montre une tentative pour saisir le flux d’une conscience qui rassemble des éléments divers: «suivre un cheminement tel que le paysage change, tandis que l’eau qui s’écoule est la même» est le vœu qu’il souhaite réaliser au fil de ses toiles. En déambulant dans les œuvres des poètes qu’il s’est choisis pour contemporains, Jean Cortot peint la pensée comme un paysage.
Hortense Longequeue
— École nationale des chartes



La lettre dans les livres de dialogue de Guillevic,
un iconotexte au régime singulier



C’est Échappées, réalisé par Guillevic et Jean Cortot en 1995, qui met le regardeur sur la piste d’une redécouverte contemporaine par les artistes des possibles qu’offre la typographie dans les productions dites «de dialogue», unissant un peintre et un poète dans le cadre d’une œuvre commune. Si l’on se concentre habituellement dans l’étude de tels objets sur la stricte correspondance iconotextuelle unissant une forme littéraire souvent poétique à son accompagnement plastique qui, dans une relation traditionnelle, est conçu depuis le texte, rares sont les analyses de la lettre et plus particulièrement de sa graphie. Pourtant, ainsi que l’avait remarqué Daniel Bergez, «la lettre est comme un dessin intégré dans le texte», c’est-à-dire qu’elle synthétise l’union d’un fragment de mot et d’une image de ce fragment en un seul instant, en un seul lieu sur la page. Bien évidemment, on pourra objecter que Saussure et sa théorisation de la bi-axialité du signe était arrivé à la même conclusion il y a de cela quelques années maintenant, à ceci près qu’il n’est en aucun cas question ici du signe, mais bien de la lettre en ce qu’elle a de plus palpable, de plus concret dès lors qu’elle apparaît sous la forme d’un caractère de plomb que les typographes assemblent patiemment pour reproduire le texte des livres de dialogue. Souvent ignorée, alors que de nombreux artistes, plasticiens, photographes, graveurs et simultanément concepteurs de ces livres l’ont pourtant investie de manière à singulariser encore cette relation iconotextuelle, à la rendre plus complexe encore, allant parfois jusqu’à en faire le siège unique de la rencontre. Si bien que la conceptualisation de l’iconotextualité s’en trouve quelque peu bouleversée puisqu’il n’est alors pas question de faire se rejoindre entre eux deux éléments hétérogènes — un texte et une image — mais bien d’un processus inverse qui consiste à distinguer au cœur d’un objet homogène ou perçu comme tel, le fragment de texte et son image. Loin de chercher la rencontre iconotextuelle, nous favorisons la séparation. C’est cette promenade paradoxale que nous allons faire, à la redécouverte de la lettre en tant qu’iconotexte au régime singulier.

Mais avant, revenons rapidement à ce livre qui nous a mis la puce à l’oreille. Échappées a été conçu en 1995 par Jean Cortot à partir d’un poème que lui avait confié son ami Eugène Guillevic. Cet ouvrage propose un dispositif somme toute traditionnel d’une suite de vingt-deux vignettes colorées à l’aquarelle dans lesquelles prend place le poème, suite qui se déploie face au récepteur selon un pliage accordéon, et complétée par une vingt-deuxième vignette accompagnant le colophon. Guillevic, selon une pratique assez fréquente dans son œuvre, a séparé chaque vers d’un blanc typographique. Ce blanc a souvent inspiré Jean Cortot puisque ses vignettes reprennent peu ou prou ce principe laissant en cela apparaître une césure chromatique à chaque changement de vers, selon un rythme tantôt binaire, tantôt ternaire. De sorte que l’architecture générale des compositions plastiques repose sur l’architecture propre du poème. Ce n’est qu’à la fin de l’ouvrage, entre le texte reproduit dans les vignettes et le colophon, que ce statut si ambivalent de la lettre se voit littéralement matérialisé : alors que le colophon aurait dû suivre directement sur la dernière page, Jean Cortot a pris soin de faire reproduire à nouveau le poème dans son intégralité sur une double page, sans les vignettes cette fois-ci. Alors que les lettres participaient du dispositif plastique, devenant comme des composantes à part entière de ces vignettes et dont la disposition sur la page induisait pour une grande part leur construction, voici qu’elles s’émancipent. Outre la commodité de lecture qui s’en suit nécessairement, on peut légitimement se demander pourquoi une telle démarche, les deux textes étant alors rigoureusement identiques, bien que l’impression sur le récepteur du livre en soit toute différente. Et c’est bien sur ce point que le livre témoigne de son intérêt profond dès lors que l’on s’attarde un tant soit peu sur le la lettre. En considérant Échappées non plus selon la relation iconotextuelle qui se tisse entre les vers et chacune des vignettes, mais en observant cette fois le statut particulier dont jouit ici la typographie, on approche d’une certaine redécouverte de l’essence-même de la lettre. En effet, si les vignettes mettaient l’accent sur sa dimension iconique, typographique, cette reproduction finale insiste au contraire sur l’utilisation traditionnelle de la lettre en tant qu’outil, en tant que fragment de mot et bien plus encore en tant que système dont l’agencement savant finit par faire sens. Mais au-delà, compte tenu du caractère poétique du texte auquel nous faisons face, elle est bien plus qu’un vecteur de contenu textuel, elle devient l’outil de transmission d’une image poétique. Par conséquent, il apparaît à la lecture d’Échappées une double problématique déterminante dans le cadre de ces productions de dialogue et qui fait de la lettre simultanément le foyer intact d’une image plastique (le dessin de la lettre, en somme), et le vecteur fragmentaire d’une image poétique en tant que la lettre est par essence un fragment de mot. Elle semble accéder au statut d’iconotexte à part entière et au fonctionnement singulier, puisqu’en son sein texte et image se fondent sans pour autant s’annuler. Ce qui n’est d’ailleurs pas sans rappeler ce court poème de Guillevic:

En toi,
Le monde se résume

Sans se réduire

Si la définition de l’iconotextualité admet de nombreuses manifestations d’iconicité dans le texte, ou réciproquement de textualité dans l’image ainsi que les a recensées Liliane Louvel dans ses nombreux ouvrages consacrés au sujet, la lettre dessinée sur la page a ceci d’unique qu’elle fonde en elle-même une dimension textuelle et iconique sans que l’on ne puisse, sans que l’on ne doive distinguer entre celles-ci. C’est pourtant ce que nous allons tenter de faire ici. De la même manière qu’il serait insensé de distinguer entre la vue et la vision d’un peintre, précisément parce que ce qu’il donne à voir ne se voit qu’au travers de sa vision, la lettre à ceci de démiurgique qu’elle fomente en son sein une vision poétique née d’une vision iconique. Que demande-t-on à la typographie, en somme? de rendre visible ce qui ne l’était que trop, de nous «faire voir le visible» comme le disait Maurice Merleau-Ponty à propos du travail du peintre. C’est donc à la recherche des traces de cette ambivalence définitoire de la lettre que nous devons nous lancer, aidé en cela de nombreux exemples piochés ça et là dans le vaste corpus poético-plastique du poète Guillevic.

Si les collaborations ne manquent assurément pas entre les poètes et les peintres, l’exemple d’Eugène Guillevic nous paraît l’un des plus pertinents. Quelques expositions récentes, à Carnac ou à Rennes pour ne citer qu’elles, ont permis de découvrir un vaste ensemble de livres de dialogue, réalisés de 1946 à sa mort, et même au-delà puisque certains textes encore inédits font régulièrement l’objet d’une parution bibliophilique. Ce sont près de cent cinquante ouvrages qui ont vu le jour, dont la variété en terme de traitement plastique ne peut cependant pas masquer la cohérence d’ensemble, cohérence qui se fonde essentiellement sur la grande liberté accordée au plasticien, à tel point que l’on a évoqué une certaine distance respectueuse de la part du poète. En effet, loin de s’immiscer dans le processus créatif, Guillevic confiait ses textes et ne s’en souciait plus, s’étonnant parfois de la parution d’un ouvrage plusieurs années après avoir fait don de son œuvre. Par conséquent, chaque poème manuscrit — la mention est éminemment importante — devient comme un objet transitoire sur lequel porte le dialogue de l’artiste..

Souvent, l’image et le texte cohabitent chacun sur une page, se répondent ou avancent de conserve au gré des ouvrages. Dans ce cas, le rapport iconotextuel entre le poème et l’image créée par l’artiste, est clairement binaire et traditionnel: la dimension iconique est dévolue à l’image, la dimension textuelle au poème, les deux entités s’explicitant l’une l’autre, sans qu’il n’y ait un quelconque mouvement de contamination. Si bien que la recherche typographique nous paraît quasi inexistante, tout au plus peut-on considérer la lettre comme un outil autorisant la reproductibilité technique d’un texte, ce vecteur d’une image poétique. Cependant, à y regarder de plus près, ces ouvrages reprennent la disposition que Guillevic avait déjà insinuée dans ses recueils, où les poèmes sont le plus souvent reproduits dans une position moyenne-haute, reprenant à la fois l’esthétique du portrait et semblant faire de chaque poème une résistance au blanc de la page qui transperce littéralement ses vers, ses «quantas» comme il disait. N’a-t-il pas écrit à ce propos que:

«Le chant supporte
De se laisser encadrer
Comme un tableau,

Pour ne pas se perdre
Aux confins du vide»?

C’est ici que l’on mesure la pertinence du travail de Jean Cortot pour Échappées. Comme s’il s’agissait d’un programme, d’une démarche à suivre, ce poème semble transparaître dans le dispositif des vingt-deux vignettes, de la même manière que la revendication d’un poème qui «supporte» d’être pris en charge dans un processus d’iconification pour lequel il n’a pas été originellement créé, nous paraît dorénavant manifeste. L’apport d’une création plastique n’est «qu’accidentel», si l’on peut dire, car le poème «supporte», mais n’exige pas. Par conséquent, la lettre est pour le poète avant tout le vecteur d’image, mais ne refuse pas pour autant que son iconicité soit révélée par un apport plastique, ce que les artistes ont d’ailleurs parfaitement mis en œuvre dans leurs livres de dialogue respectifs. Si bien que ce mouvement double que nous évoquions quelques lignes plus haut — la lettre vecteur d’une image poétique et foyer d’une image plastique — trouve avec Échappées son explicitation par la diffraction qui consiste à incruster la lettre dans le dispositif plastique du peintre et, dans un mouvement inverse, à relittérariser le poème en fin d’ouvrage, à en dévoiler les images strictement poétiques. Guillevic ne s’y était pas trompé, dans le texte qu’il a adressé à Jean Cortot en 1989:

«Jean Cortot vit la poésie. Plus précisément, il aime le poème.
À sa façon, qui n’est pas platonique.
Il aime charnellement le poème. Le poème qu’il veut non seulement s’approprier, mais incorporer.
Mais comment faire ? Voilà, il est peintre, il peint le poème.
Pas du tout question de le copier. Non, il l’absorbe, et le met au monde sous forme de tableau. […]
Ainsi, Jean Cortot fait de chaque poème une composition qui chante selon son propre rythme, aussi sûr que secret.
Un tableau qui est un exemple “d’art total”.»

Toutefois, et dans un souci d’exactitude, ces livres de dialogue pour lesquels le poème a été reproduit en texte, se révèlent assez rares dans le corpus. Tout au plus pouvons-nous mentionner les créations d’Anne Walker, de Bertrand Dorny ou de Julius Baltazar pour lesquels, de façon presque systématique, l’écriture participe pleinement du dispositif plastique — nous reviendrons plus loin sur quelques-uns. Parfois, c’est une certaine déférence vis-à-vis du poème et de son auteur qui guide le travail des artistes, comme ce fut le cas de Thierry Le Saëc, dont le Vivre en profondeur a inauguré sa propre maison d’édition. Dans ce livre, pour lequel le poème a été composé en Garamond corps 18 et qu’accompagnent quatre gravures inspirées par la figure de Saint-François d’Assise, la mise en page et la typographie évoquent directement cette disposition moyenne-haute des recueils parus chez Gallimard. En effet, outre l’adoption du Garamond très proche visuellement du Didot, notamment en terme de contraste entre les pleins et les déliés, Thierry Le Saëc a choisi lui aussi de reproduire le poème en position moyenne-haute sur la page, de manière à préserver un équilibre entre l’espace occupé par son travail et celui qui sera dévolu au texte l’accompagnant..

Cette précision laisse entrevoir une nouvelle étape dans cette étude: la disposition d’une lettre sur la page constitue, au-delà de son dessin et de l’image poétique qu’elle aide à véhiculer, la première étape d’un processus de «ré-iconification». En somme, trois questions président à la création typographique: 1) où déposer la lettre sur la page; 2) quel dessin lui donner; 3) quelle image participera-t-elle à véhiculer? L’on pourrait alors envisager un rapprochement avec l’idéogramme ou le calligramme, mais cela serait faire un double contre-sens. Il n’est pas question de faire coïncider le dessin de la lettre avec le mot auquel elle appartient, de la même manière que la disposition du poème sur la page, certes réfléchie, ne s’apparente en rien à une volonté de correspondance entre le poème et son motif. Au contraire, pleinement conscient de la plasticité du geste de l’écrivain, Guillevic écrit de nombreux poèmes sur sa pratique qui consiste, selon lui, davantage à rythmer le blanc du papier, à le combattre à l’aide de l’encre, comme en attestent ces quelques vers:

Écrire,

C’est poser,
Déposer sur la page,

Ce qui n’existait pas
Avant le sacrifice»

C’est précisément avec les ouvrages pour lesquels les artistes ont recherché une typographie innovante que l’on prend pleinement conscience de ces processus concordants en jeu au sein de la lettre. Qu’il s’agisse de la tentative tout en contraste de Marie Alloy pour L’Éros souverain ou du choix étonnant de la Normande pour la réalisation de Les Murs par le typographe Joseph Zichieri, la lettre tend à devenir l’un des lieux prédestinés à la rencontre iconotextuelle. Marie Alloy a ainsi choisi de composer en Futura la suite de textes confiés en 1993 par le poète, tout en architecturant la page grâce à de grandes courbes. Caractérisée par une graisse homogène entre pleins et déliés, le Futura se distingue également par l’absence d’empattement, ce qui lui confère un aspect profondément vif tout en gardant une forme d’équilibre, d’assise. Or, ce choix n’est pas sans rappeler la technique de l’aquatinte avec laquelle Marie Alloy a composé ses courbes si douces, courbes voluptueuses creusées par la morsure de l’acide sur la matrice. Elle le revendiquait d’ailleurs: «j’ai choisi un format horizontal, une typographie pleine page dans l’estampe, avec la technique de l’aquatinte qui me permettait de concilier la fluidité du geste, de la vague amoureuse, avec la morsure de l’acide». Cette morsure de l’acide ne transparaît-elle pas à nouveau dans les saillances de chacune des lettres, quand la fluidité des courbes trouve un écho dans la rondeur des formes du Futura ? Alors que les corps s’embrasent dans une étreinte toute en volupté charnelle dans le poème de Guillevic, le Futura apporte un équilibre, une permanence que le travail plastique de Marie Alloy, de rondeur et d’acide, menace. D’ailleurs, Isabelle Ewig rappelait que «Le Futura peut néanmoins se lire comme […] la volonté farouche de simplifier la lettre et de la défaire de tout particularisme ou de toute connotation historique pour oser une forme archétypale élémentaire». On ne peut qu’en déduire que le choix de cette police vient à la fois renforcer la présence du texte, comme s’il tentait de résister à ce déchirement des formes au sein desquelles il prend place:

«Nous abritons la réconciliation
Du proche et du lointain,

La flèche éblouie
Qui parcourt l’espace.

Nous ne baignons plus
Dans l’espace:

Nous sommes l’espace.»

Le dessin de la lettre, à lui seul, harmonise l’architecture du livre tout entier et permet la rencontre entre l’image plastique et l’image poétique. Morsure de l’acide, morsure de chacune des arêtes de la lettre, opposées à la fluidité de la courbe, à celle des arrondis, à celle du mouvement qui emporte les deux corps. La lettre réconcilie le texte et son image. Dans une dynamique assez proche, il est intéressant de nous arrêter quelques instants sur la typographie étonnante de Joseph Zichieri pour Les Murs. Alors que les poèmes sont confiés à Dubuffet en 1945, le livre ne paraît qu’en 1950, après une suite de rebondissements tant personnels qu’éditoriaux absolument invraisemblables. Ce qui caractérise réellement cet ouvrage, outre la typographie, c’est ce que Françoise Nicol avait remarqué lors d’un précédent colloque consacré à Guillevic: «les deux artistes semblent marcher d’un même pas régulier». L’ouvrage est composé de douze sections alternant successivement une double page numérotée suivie du poème sur la page de gauche et la gravure sur celle de droite, sur la belle page selon l’appellation courante. Dubuffet a donc composé puis disposé douze gravures sans réelle connivence avec le texte qu’elles accompagnent pourtant, complétées par deux gravures en ouverture puis clôture de l’ouvrage, l’une à gauche de la page de titre et la dernière précédant le colophon. De fait, il n’est pas question de tenter une quelconque analyse page après page entre les motifs des lithographies de Dubuffet et les poèmes de Guillevic, en ceci qu’il s’agit davantage d’une variation tragique (et parfois comique) autour du motif du mur. Le véritable fil d’Ariane, ténu, qui autorise l’analyse conjointe des images et des textes, réside dans la seule typographie. Pourquoi avoir choisi la Normande? Précisément en raison de ses excès. Le cadratin de chacun des caractères est littéralement saturé d’encre, ce qui donne l’impression que chaque lettre est un moellon, de ceux que l’on remarque si souvent sur les murs des arrière-cours des immeubles, impression renforcée par le léger gaufrage du papier qui semble marteler chacune d’entre elles dans le ciment de la page. Par conséquent, de la même manière que Dubuffet a pris soin de représenter dans ses gravures des murs qui surabondent, Joseph Zichieri a réussi à faire de chacun des poèmes un mur à part entière. Alors que Dubuffet occupe toute la page, saturant l’espace qui lui est imparti, la typographie tend à rééquilibrer l’ensemble en proposant une police très grasse, faisant de chaque lettre un constituant saturé de matière et autonome graphiquement. La sous-représentation des barres et des épis ne favorise pas la fluidité de la lecture, mais insiste sur l’aspect clos du caractère, comme cimenté par le blanc de la page. Ainsi, quand on examine le mur de Jean Dubuffet sur cette gravure, on peut constater qu’il se rapproche à s’y méprendre du texte qui lui fait face, figurant presque l’aspect visuel du poème en regard. Ces moellons lithographiés sont autant de caractères du poème, comme le serait une grille dans laquelle le typographe aurait disposé ses caractères de plomb. La lettre est donc le seul lieu où la rencontre se fait, où elle a l’opportunité de se faire, ce qui est un exemple frappant de sa plasticité et de sa bipolarité: texte et image simultanément, et plus encore, d’une manière autonome.

Malgré l’intérêt tout particulier qu’ils présentent, ces ouvrages font la part belle au dessin de la lettre quand d’autres se fondent uniquement sur l’écriture manuscrite du poète — rappelons-nous que les poèmes confiés étaient inédits et, par conséquent, écrits de la main même du poète. Force est de constater alors la formidable fascination pour la graphie si particulière de Guillevic, comme si elle était indissociable du poème qu’elle transcrit sur le blanc de la page, si bien qu’au cœur de ces ouvrages, c’est Guillevic lui-même qui a retranscrit son texte. Une telle différence d’approches pourtant concordantes ne peut que faire naître le sentiment selon lequel, loin de permettre la seule reproductibilité d’un texte à grande échelle, la typographie et peut-être plus encore la graphie font sens en ce qu’elles permettent de faire coïncider ce que nous pourrions appeler «l’essence de la lettre», c’est-à-dire son caractère vectoriel, avec une image de cette même lettre. C’est à ce titre que le travail de Julius Baltazar se révèle particulièrement pertinent, notamment dans Se dénuager, réalisé en 1990 par l’artiste dans sa maison-atelier de la banlieue parisienne. Ce livre, dont seuls trois exemplaires existent, se compose d’un lavis bleuté à l’aquarelle que rehaussent l’encre de chine et le crayon arlequin que l’artiste affectionne tant. À partir d’un poème confié par Guillevic, Julius Baltazar a conçu un ouvrage à la technique mixte, qu’est venu parachever ensuite l’écriture manuscrite de ce même poème. En somme: du poème, au poème. L’écho et le dialogue qui se tissent entre l’écriture de Guillevic et le travail du peintre dans cet ouvrage étonnent à plus d’un titre. Il convient de remarquer la proximité des segments de Julius Baltazar basculant soudain en une courbe improbable, avec l’écriture de Guillevic. Un écho se crée, une correspondance entre le poème et l’image dans laquelle il s’inscrit, ce qui est d’ailleurs déterminant. En choisissant de recouvrir de couleur l’ensemble des feuillets, c’est-à-dire en s’appropriant littéralement tout l’espace offert par le livre, Julius Baltazar inclut l’écriture de Guillevic dans sa composition, écriture qui se positionne ainsi à la limite du textuel et de l’iconique, sans que de ces deux composantes intrinsèques de la lettre ne prenne l’ascendant l’une sur l’autre. La dimension graphique s’en trouve renforcée, et presque légitimée par sa présence au cœur de l’image. De sorte que le poète a saisi cette nouvelle dimension apportée à son écriture, puisqu’il a écrit son poème non pas en fonction du pli central comme il est d’usage, ce qui aurait impliqué de lire en premier la page de gauche puis celle de droite, mais au regard de la composition qu’instaure le blanc parcouru par l’encre de chine et le crayon arlequin. Par conséquent, le feuillet est divisé horizontalement et le poème se lit donc depuis la partie supérieure jusqu’au chevauchement de cette séparation. C’est d’ailleurs dans le texte que l’on peut trouver une interprétation à cette disposition étonnante:

«On ne peut pas dire
Que l’on voit
Voler les nuages,

On les voit plutôt
Se traîner
Hésitants,
Ne sachant ni qui, ni quoi,
Ni où ils vont,
Ni ce qu’ils deviendront,
Pas même ce qu’ils sont.»

De la même manière que la lecture devient ici incertaine, ces nuages «hésitent, ne sachant (…) où ils vont». L’écriture de Guillevic, tant dans sa graphie que dans sa disposition sur la page, épouse donc à la fois l’œuvre plastique de Baltazar et le sens même du poème, dans un subtil jeu d’échos où le peintre et le poète se répondent tantôt sur le sens du texte, tantôt sur la plasticité de l’écriture et des images qui se télescopent ici.

Cette dimension plastique de l’écriture de Guillevic, si elle est manifeste dans le précédent exemple, a été exacerbée dans quelques ouvrages, parmi lesquels Arbre que l’hiver de Bernard Mandeville et D’une lune de Julius Baltazar à nouveau. Si Se dénuager s’inscrivait dans une dimension résolument intime, cet ouvrage se caractérisant par la connivence des deux auteurs matérialisée au cœur d’un petit livre, il fallait trouver un stratagème technique afin de reproduire l’écriture manuscrite du poète à une plus grande échelle. Grâce à une procédé photomécanique permettant de faire varier à la fois la graisse, le corps mais également la couleur de l’écriture du poète, celle-ci entre dans une relation enfin manifeste et non plus intuitive de proximité formelle et iconique. C’est-à-dire que ce mouvement d’incursion-distanciation du fait scriptural dans l’image révèle toute son ambivalence. Ce qui était une impression devient, avec D’une lune, une évidence. Dans cet ouvrage que composent quatre gravures rehaussées au crayon arlequin sur la belle page, le texte ne participe plus tout à fait de l’image, puisqu’il est reproduit en regard, sans interférer au cœur même du travail plastique de Julius Baltazar. Pour autant, la proximité chromatique de sa reproduction —tantôt bleue, orange, violet ou argenté mais toujours scintillant — de même que la parenté formelle qui unit les images de Baltazar avec le dessin de l’écriture manuscrite des lettres tracées par le poète, créent un lien intime entre le texte et l’image. Est-ce l’écriture qui rehausse l’image de Baltazar, ou bien la gravure qui tente de rivaliser avec l’évidence de la graphie guillevicienne?

«Un mot,
C’est plein de mains
Qui cherchent à toucher.»

Comment ne pas considérer que le poème se prolonge dans l’image, que ces mots « cherchent à toucher » ou bien, réciproquement, que l’image appelle le poème comme si l’un ne trouvait sa justification que dans la présence de l’autre ? Image et texte semblent se disputer le caractère originel de la pratique éminemment équivoque du livre de dialogue, dispute dont la typographie devient, ici, le lieu d’une intrinsèque évidence. Tout le jeu de cette typographie inventée, novatrice, réside précisément dans ce besoin symbiotique de l’accord visuel et topique entre l’écriture et l’image qui l’accompagne. Avec D’une lune, la lettre — sa disposition et sa graphie simultanément — synthétise à elle seule le savant équilibre de l’iconique et du textuel, ouvrant ainsi de nouvelles perspectives pour l’étude des phénomènes iconotextuels.

User des ressorts de la typographie dans le cadre de productions dites de dialogue n’est en aucun cas un choix anodin. Cela témoigne au contraire d’une prise de conscience de la variété des modalités de reproduction technique d’un texte dans un ouvrage. La lettre retrouve au cœur de cette pratique de dialogue aussi savant que permanent, son fondement, sa paradoxale dualité fusionnelle, qui fait cohabiter une image graphique originelle, à un vecteur d’image poétique. Si bien que, loin de n’être qu’une pratique de la marge, de la frontière, le livre de dialogue constitue au contraire un retour aux sources de la lettre, comme une forme absolue de l’ensemble des questionnements inhérents à la pratique de l’écriture. En ce qu’il bannit de sa conception toute contrainte autre que tisser avec intelligence des liens entre un poème et l’image qui l’accompagne, le livre de dialogue explore la lettre plastiquement et sémiologiquement afin d’en dévoiler l’essence trop souvent oubliée. Cette essence fait de la lettre sur la page, et de leur suite ainsi disposée, un iconotexte au régime singulier en ce que chaque lettre revendique à la fois son appartenance aux deux régimes textuel et iconique. Liliane Louvel avait remarqué que l’opération de transaction entre le dire et le voir «a toujours un reste, une différence de valeur dont quelqu’un paie le prix. La balance n’est jamais exacte, le compte ne tombe pas juste». Au cœur de la lettre, si.
Pierre Gérard-Fouché
— textimage


Lire la peinture?


[...]
Ut pictura poesis: le topos de la poésie muette
Esprit honnête, Diderot, à mesure qu’il entre plus souvent dans les ateliers des artistes (chez Chardin notamment) apprend et comprend que la restitution d’un contenu narratif ne saurait rendre compte à lui seul d’une peinture. Ses mots s’affinent, s’enrichissent, au fil de la parution des Salons. Les considérations sur le coloris, l’exécution (le «faire»), la composition, se multiplient. Diderot commence à élaborer, dans la langue française, le vocabulaire de ce qui va devenir la critique d’art. Parus en 1766, sept ans après les premiers pas de Diderot au Salon, les Essais sur la peinture témoignent d’une approche qui se veut plus technique, autrement dit qui «colle» davantage à la matière des œuvres. «Mes pensées bizarres sur le dessin», «Mes petites idées sur la couleur», «Tout ce que j’ai compris de ma vie du clair-obscur», «Paragraphe sur la composition, où j’espère que j’en parlerai»: les titres des différents chapitres, par leur formulation chargée d’humour, témoignent en apparence de la perplexité — relative, montrée avec quelque complaisance — de Diderot face à ses propres compétences en matière de compréhension picturale.

Pourtant, on peut se poser une question. Le doute de Diderot porte-t-il sur sa capacité à comprendre, lui qui n’est qu’un amateur? Ou bien l’écrivain suspecte-t-il que les mots, qui sont son outil propre, sont impuissants à rendre, dans le fond, la «cuisine» picturale ou, pour exprimer la chose plus noblement, la matière et les fins de la peinture elle-même ? Rien, à vrai dire, dans ce qu’a écrit Diderot, ne permet d’affirmer qu’il cultiva ce doute. Son effort pour rendre son vocabulaire adéquat s’explique par le souci de s’assurer de vérifier les conditions picturales de la manifestation d’un sens verbalement transposable. Son analyse du tableau de Chardin représentant des fraises n’examine pas l’œuvre en fonction d’un idéal de «pure peinture» mais en étudie la lisibilité, autrement dit l’exactitude de la représentation et donc de l’interprétation qu’on peut en faire. A l’inverse, la réception des Essais, en Allemagne en particulier, suggère que l’ouvrage a effectivement été perçu comme impuissant à rendre compte de l’essence de l’art de peindre. Ainsi Schiller en 1797: «Diderot se préoccupe trop à mon goût de fins étrangères à l’art et porte insuffisamment son attention sur l’objet même et son exécution». Ou Goethe l’année précédente: «Livre magnifique qui s’adresse peut-être plus à l’écrivain qu’à l’artiste».

La véritable difficulté réside là. En grec, le mot graphein désigne à la fois l’écriture et la peinture. L’assimilation que suppose l’unicité du mot est à la fois révélatrice et trompeuse. Trompeuse, parce qu’elle réduit la peinture à des signes chargés de transmettre un message. Révélatrice, parce qu’elle ne signifie pas cependant que la peinture n’est que cela mais plutôt, que l’écriture, quant à elle, ne sait rendre compte de la peinture, qu’en tant qu’art d’exprimer la pensée par des formes: sémiologie.

L’extraordinaire succès du parallèle entre la poésie et la peinture est l’indice d’une telle limite. La célèbre formule de l’Art poétique d’Horace, «ut pictura poesis...» — «il en est d’une poésie comme d’une peinture...», s’est trouvée régulièrement retournée dans l’interprétation généralisante qu’en a donnée la tradition critique esthétique. Elle s’est muée en: «la peinture est comme la poésie». Et bientôt, par un glissement essentiel de sens: «la peinture est une poésie muette». De référent par rapport à un objet (la littérature) que l’on comparait avec elle, la peinture s’est transformée en objet comparé. L’écriture est devenue le modèle donné aux peintres: l’exemple qu’il fallait que ceux-ci suivent ou dont ils devaient, en tout cas, se rapprocher.

Cette transformation a des conséquences. Du discours tenu sur les peintures, on ne peut plus seulement constater qu’il est approximatif et partiel. Il est plus important de remarquer qu’il devient, rapidement, prescriptif. Les premiers auteurs qui écrivent sur l’art au XV, au XVI siècles (Alberti, Vasari), les académiciens qui, en France, prononcent et publient des conférences (au XVII, au XVIII siècles), les historiens qui leur succèdent au XIX et au XX siècles, peuvent aisément parler de composition, de perspective, de proportions. Il leur est facile d’opposer des concepts (la force contre la grâce, l’idéal contre la vérité...) et d’examiner l’œuvre en fonction de principes (la variété, la convenance...). Et plus simplement encore, ils peuvent élucider l’histoire (iconographie, iconologie), disserter sur la portée morale, historique ou philosophique, ou commenter l’œuvre du point de vue de l’expression des passions (les gestes, la physionomie). Ces qualités de la peinture sont propres à être traduites en mots : elles sont celles que les peintres soucieux de succès, à partir de la Renaissance, favorisent. Celles à propos desquelles sont primés, à l’époque des académies dans les concours de perspective, d’anatomie, d’expression, les «meilleurs» des jeunes peintres. Celles en fonction desquelles s’établit une « hiérarchie des genres » qui place en tête la «peinture d’histoire» — les tableaux qui s’apprécient du point de vue du récit, des corps, des sentiments.

Or d’autres qualités, au contraire, relèvent d’une appréciation spécifique, exclusivement visuelle. La touche, la couleur, les formes dès lors qu’elles ne servent pas une figuration ou une mise en espace, sont les caractères propres de la peinture, ses moyens par essence irréductibles à ceux d’une autre pratique: la musique qui utilise les sons, la littérature donc, avec les mots. Ils sont cette partie, l’essentiel de l’art de peindre, à quoi il ne peut être qu’artificiel de chercher un équivalent verbal. Le discours esthétique peut renoncer à en rendre compte: il laisse le spectateur seul devant les œuvres, le rend responsable d’en apprécier la valeur ou de la laisser échapper. Les propos qui tentent malgré tout d’en rendre compte de deux types. Ils sont poétiques, métaphoriques («Votre âme est un paysage choisi...», «Rubens, oreiller de chair fraîche...») ou synesthésiques, tentant d’établir des correspondances entre les perceptions des sens (Rimbaud, Alchimie du verbe). Ou bien ils font le choix de la technicité: explications d’ordre optique telles que les peintres eux-mêmes ont été tentés d’en développer depuis le néo-impressionnisme au moins; analyses chimiques chères aux conservateurs (composition des pigments, examen des couches préparatoires, des glacis...); études cognitivistes, autrement dit des conditions de la perception, si fort à la mode aujourd’hui.


Peindre l’écriture, écrire dans la peinture?
Aujourd’hui, les conditions de l’analyse picturale ont évidemment changé. Il n’est plus guère en vogue de défendre que la ressemblance est l’objectif d’une œuvre d’art ou son efficacité narrative un critère d’appréciation. Aucun critique, non plus, n’oserait commenter un tableau en fonction des proportions, de l’espace ou de l’expression des sentiments.

Pour autant, face aux œuvres, la parole continue à s’élever : parole des critiques, des préfaciers; parole des historiens dans les livres d’art ; mots écrits sur les cartels des musées, mots enregistrés dans les cassettes mises à la disposition des visiteurs dans les expositions. Ce que Michel Butor appelait naguère le « halo » ou « l’emboîtage » de commentaires demeure, autant ou plus que jadis, la médiation presque inévitable par laquelle celui qui veut voir les peintures arrive à elles.


Peinture et écriture : la fin de la mimesis
Dès le commencement du XX siècle, les artistes ont eu conscience de cette situation. D’une certaine manière, l’invention de l’abstraction (système de formes ou de couleurs pures, affirmation de la matérialité ou au contraire réduction ascétique des moyens) peut apparaître comme une réaction contre les mots: contre une critique qui a si longtemps imposé l’interprétation des tableaux en fonction de critères qui n’étaient pas picturaux. Les efforts des peintres pour éviter les trop fortes suggestions que peuvent donner les titres (remplacés souvent par des indications chiffrées, mesures ou dates), la disparition fréquente de la signature sur le tableau, sont susceptibles d’être interprétés de la même façon. Réciproquement, des artistes, depuis le début du XX siècle également, ont introduit dans leurs œuvres les lettres et les mots. Avant que les Calligrammes d’Apollinaire ne redonnent vie à l’ancienne tradition de la poésie figurée, les peintres cubistes Picasso et Braque jouent avec les lettres. Les mots qu’ils peignent ou collent sont souvent incomplets : ils incitent au plaisir de deviner, plaisir qui suppose la lecture, mais ils participent aussi pleinement du bonheur de voir. Ils constituent, dans l’œuvre, un élément graphique et quelquefois chromatique qui permet à celui qui regarde de considérer la lettre ou le mot autrement qu’il ne le fait d’ordinaire: comme un élément esthétique et non seulement comme le support visuellement neutre d’une idée.

Cette réintroduction du texte dans la peinture est un phénomène nouveau. Depuis la fin du Moyen Age, les inscriptions ont été bannies de la peinture: les phylactères ont disparu les premiers — ces bandeaux où se trouvaient marquées les paroles que les personnages étaient censés prononcer; puis les noms des saints ou autres héros, qui figuraient auparavant sur les auréoles ou dans d’autres lieux de l’image. A mesure qu’elle a commencé à se poser en rival de la poésie — de l’art d’écrire — la peinture a exclu les mots: elle a craint que ceux-ci ne la dispensent de chercher des équivalents visuels à l’écriture, ou que les mots inscrits n’apparaissent comme un constat d’impuissance par rapport aux pouvoirs du discours. Lorsque Magritte compose, entre 1927 et 1930, ses Tableaux-alphabets, lorsqu’il peint une pipe avec cette inscription: «ceci n’est pas une pipe», ou un canif en écrivant «oiseau», il démontre que la fin du tableau n’est plus, désormais, de «montrer» la réalité, et surtout pas, de lui correspondre par des conventions de dénomination, autrement dit de langage. Comme l’écrit un spécialiste du peintre: «Le message est le suivant: ce n’est pas parce que vous croyez que ceci est une pipe qu’il s’agit vraiment d’une pipe.». Le retour du texte dans la peinture marque la naissance d’un âge où la rivalité entre et écriture n’a plus cours: où les peintres sûrs des pouvoirs de leur art ne se posent plus en rivaux de l’écrit. Cela ne veut pas dire que l’image, désormais, soit privée de sens, mais qu’il n’est plus question de tenter de dégager ce sens d’une convention univoque liée à un code de lecture ou de discours.[...]
Nadeije Laneyrie-Dagen
— Revue Europe