RADUAN NASSAR



Raduan Nassar (27/11/1935). Romancista e contista, nasce em Pindorama, São Paulo, filho dos imigrantes libaneses João Nassar e Chafika Cassis. Em 1949 a família muda-se para Catanduva, São Paulo, e quatro anos mais tarde para a capital paulista. Ingressa no curso de filosofia da Universidade de São Paulo - USP em 1957 - interrompido em 1961, quando, se desliga dos negócios da família e viaja ao Canadá e Estados Unidos. Data dessa época o conto Menina a Caminho. De volta ao Brasil, retoma o curso de filosofia e o conclui em 1963. Para aprender alemão, vai à então Alemanha Ocidental, lá recebe, por cartas de amigos, a notícia do golpe militar de 31 de março de 1964. Decide voltar ao Brasil, mas antes visita no Líbano a aldeia onde seus pais viviam. Em 1965, começa uma criação de coelhos, em Cotia, São Paulo. Deixa essa atividade em 1967 e funda, com os irmãos, o "Jornal do Bairro". No ano seguinte inicia a leitura do Alcorão e esboça um romance, finalizado após seis anos e publicado em 1975, com o título de Lavoura Arcaica, seu primeiro livro. Em 1970 escreve a primeira versão de Um Copo de Cólera e os contos O Ventre Seco e Hoje de Madrugada. Lança seu segundo romance, Um Copo de Cólera, em 1978, e compra uma fazenda em Buri, São Paulo, dedicando-se à produção rural. Depois, publica apenas um texto inédito, o conto Mãozinhas de Seda, escrito em 1996 e editado na coletânea Menina a Caminho, de 1997.




CRONOLOGIA

1935 - Nasce em Pindorama, São Paulo, em 27 de novembro. Filho dos imigrantes libaneses João Nassar e Chafika Cassis;
1947 - Começa a trabalhar com o pai;
1949 - Muda-se com a família para Catanduva, São Paulo;
1953 - A família transfere-se para São Paulo. Seu pai abre um armarinho, onde Raduan trabalha;
1955 - Ingressa, ao mesmo tempo, na Faculdade de Direito do Largo de São Francisco e no curso de letras clássicas da Universidade de São Paulo - USP, este, abandonado no segundo semestre;
1957 - Ingressa no curso de filosofia da USP;
1959 - Deixa, no último ano, o curso de direito e resolve dedicar-se em tempo integral à literatura;
1961 - Desliga-se dos negócios da família. Viaja ao Canadá, onde tem familiares, e, aos Estados Unidos;
1962 - Volta ao Brasil e retoma o curso de filosofia, concluído no ano seguinte;
1964 - Viaja a Lünenburg, então Alemanha Ocidental, com o intuito de aprender a língua alemã. Informado do golpe militar de 31 de março, resolve retornar ao Brasil, mas antes viaja ao Líbano para conhecer a aldeia onde seus pais viviam;
1965 - Inicia uma criação de coelhos em sua chácara em Cotia, São Paulo;
1966 - Preside a Associação Brasileira de Criadores de Coelho - ABCC;
1967 - Desiste da criação de coelhos e funda, com os irmãos, o "Jornal do Bairro";
1968 - Inicia a leitura do Alcorão e esboça o romance Lavoura Arcaica;
1970 - Escreve a primeira versão de Um Copo de Cólera e os contos O Ventre Seco e Hoje de Madrugada;
1973 - Deixa a direção do "Jornal do Bairro";
1974 - Escreve Lavoura Arcaica. Raja, seu irmão, e primeiro leitor dos originais, tira duas cópias do romance e entrega a amigos. Uma delas chega a Dante Moreira Leite, ex-professor do escritor na Faculdade de Filosofia, que a encaminha à Livraria Editora José Olympio, no Rio de Janeiro, que publica a obra no ano seguinte;
1976 - Lavoura Arcaica recebe os prêmios Coelho Neto, da Academia Brasileira de Letras - ABL e Jabuti de autor revelação, além de menção honrosa e também autor revelação da Associação Paulista de Críticos de Arte - APCA;
1978 - Lança Um Copo de Cólera, que recebe o prêmio de melhor ficção da APCA;
1979 - Adquire uma fazenda em Buri, São Paulo, e passa a dedicar-se à produção de milho, arroz e feijão;
1984 - Em entrevista ao suplemento literário Folhetim, da Folha de S.Paulo, declara que está abandonando a literatura;
1998 – Recebe o Prêmio Jabuti, categoria Contos e Crônicas, para o livro: Menina a caminho e Outros textos;
2011 - Raduan Nassar doa sua Fazenda Lagoa do Sino para a UFSCar;
2012 - Recluso e afastado há anos da literatura, Raduan Nassar vai à Balada Literária. Nassar surpreendeu leitores na Livraria da Vila na tarde da quinta (29/11) ao aparecer acompanhando o cineasta Luiz Fernando Carvalho. O escritor foi o homenageado da edição.
— Templo Cultural Delfos



A propósito de “Labor arcaica” (1975), de Raduan Nassar



“He llegado a un acuerdo perfecto con el mundo: a cambio de su ruido, le entrego mi silencio”
Raduan Nassar



LEÍ LABOR ARCAICA en 1976, momento en el que muchos libros de ficción pretendían denunciar la brutalidad y la censura del régimen militar en Brasil. Para la literatura brasileña, la de 1970 no fue una década perdida: basta recordar que en esa época Osman Lins y Clarice Lispector publicaron, respectivamente, Avalovara y La hora de la estrella. No obstante, el toque de retreta parecía imponer un tema a algunos narradores que deseaban escribir sobre el tiempo presente, ese tiempo que, para la literatura, parecía ser un contratiempo.

Labor arcaica huía de lo factual y circunstancial y se adhería a algo que creo decisivo en una obra literaria: un lenguaje muy elaborado que invoca un contenido de verdad, una dimensión humana profunda y compleja, sedimentada por la experiencia y la memoria. Por ello, la novela de Nassar atrajo enseguida la atención de críticos y periodistas y mereció traducciones cuidadosas a varias lenguas, incluida la española (Alfaguara). La crítica Leyla Perrone-Moisés consideró la novela como una parábola moderna del regreso del hijo pródigo. La vuelta del hijo a la casa paterna se produce después de la ruptura de las normas familiares y de la realización de una de las transgresiones más temibles: el incesto con su hermana.

Tal vez Raduan sea en Brasil el primer autor de ficción, de origen árabe, que voca de manera tan densa y lírica ciertos temas de la cultura oriental, pero en un ambiente brasileño y “tradicional”. Esa labor arcaica, como dice el propio título, se refiere a las relaciones de trabajo y poder entre los miembros de una familia que vive en una hacienda de São Paulo; pero es también labor en el tratamiento meticuloso del lenguaje, marcado al mismo tiempo por una atmósfera lírica y por el dominio de lo oral en el habla de los personajes. El tono colérico y pasional, que recuerda el de una tragedia, alterna con una extraña poesía y surge, de esa rara mezcla, un texto conmovedor, de belleza impar en la literatura brasileña. La novela me impresionó además por ciertas afinidades temáticas y culturales, es decir, el pequeño mundo de los inmigrantes árabes, con sus resonancias islámicas, bíblicas y orientales.

En enero de 1988 busqué a Raduan en São Paulo y conocí a una persona amable pero lacónica y, hasta cierto punto, esquiva. En esa época, muchos lectores y yo pensábamos que el autor de sólo dos novelas cortas aún podía escribir otras obras, contradiciendo sus declaraciones en las que irónicamente afirmaba haber cambiado la creación literaria por la crianza de aves y conejos. En efecto, después de abandonar la literatura, Raduan se convirtió en un agricultor en el interior de São Paulo, donde planta maíz y frijoles y cuida de sus conejos. Le dije que pocos escritores preferían la brevedad a la profusión, escritores y poetas que dicen mucho con pocas palabras. Cité a Rimbaud, el poeta brasileño Raul de Leoni, el colombiano Aurelio Arturo y, por supuesto, el mexicano Juan Rulfo, recatado y silencioso, casi una sombra, como los personajes que pueblan la fantasmagoría poética de Pedro Páramo. En fin, escritores que no participan del “culto a la literatura”. Añadí que el lector curioso, siempre a la espera de un nuevo libro, se pregunta por qué ciertos autores abandonan la literatura.

-¿Por qué algunos escritores dejan de escribir?- preguntó Raduan soltando una risita irónica.
Le dije que ese espacio posible (el de la literatura) se vuelve a veces una imposibilidad, un vacío. No siempre un escritor está dispuesto o inclinado a decir con otras palabras lo que ya ha sido escrito. Reavivar la experiencia de la escritura presupone superar la dificultad de escribir, de pensar la complejidad de lo real por medio de las palabras. Para Flaubert, cada frase o párrafo llegaba cargado de esfuerzo, de sufrimiento y, por qué no decirlo, de cierto placer. No se trata de una inspiración romántica o de la visita providencial de alguna musa. Se trata simplemente (aunque resulta decisivo) de la dificultad de escribir o de la resistencia a repetir lo que ya ha sido pensado y escrito.

Comenté también que Un vaso de cólera, aunque sea una novela corta, parece ilustrar la definición de Julio Cortázar sobre el cuento: “Un caracol del lenguaje, una síntesis viva y una vida sintetizada... un temblor de agua dentro de un cristal”. En mi opinión, allí reside la fuerza de esa novela, cuyo rigor constructivo, siempre según Cortázar, reúne los elementos básicos para obtener un relato breve: la tensión, la intensidad y la significación. En Un vaso de cólera, los capítulos cortos que narran la crisis, ruptura y reconciliación de una pareja forman un microcosmos de la sociedad brasileña. La guerra conyugal sirve de pretexto para que el narrador critique el poder de mando, el autoritarismo y los lazos que lo unen a una familia patriarcal. El tiempo de la narración es el del régimen militar, pero éste se insinúa a través de la experiencia de vida y de los dramas de los narradores-personajes, de manera que el periodo autoritario al que aluden puede situarse en Brasil o en otras latitudes de América Latina. La crisis de la pareja evoca una sutil crítica social e ideológica, y no por azar el motivo aparente de esa crisis proviene del maltrato verbal a un empleado de la granja donde se desarrolla la acción. Finalmente hice un rápido comentario sobre la mezcla muy ingeniosa de un lenguaje arcaizante con un lenguaje popular que se sirve de las fórmulas del argot. Hoy, al releer Un vaso de cólera, tal vez sea preferible hablar de una oscilación del lenguaje que traduce los movimientos de la clase media, “esa clase siempre renegada, vacilando tal vez por eso entre lanzarse a las alturas del gavilán o tantear el suelo con la simplicidad de las sandalias”.
Milton Hatoum
[Traducción de Mario Merlino]
EL PAIS (26 de mayo de 2001)




Making Of
O resgate de Lavoura arcaica



Clássico da literatura contemporânea, Lavoura arcaica foi lançado em 1975 sem grande alarde. A ressurreição do livro viria mais de uma década depois, na terceira reedição, em 1989

Raduan Nassar escreveu, na década de 1970, o livro Lavoura arcaica. Desde então, a obra permanece no imaginário da crítica como um dos principais romances da literatura brasileira, presente na maioria das antologias do gênero quando se trata de destacar a qualidade estética ou mesmo a ideia de vanguarda que muitas vezes está intrinsecamente ligada à obra de arte. Tamanha reputação, no entanto, não foi garantia para que o livro do escritor nascido em Pindorama, interior de São Paulo, tivesse êxito editorial na década subsequente à sua publicação. Na verdade, a história tem requintes de ficção.

Tudo isso porque, nos anos 1980, década posterior ao lançamento de Lavoura arcaica, a obra caiu numa espécie de limbo editorial, permanecendo na garagem de Raduan Nassar por muitos anos. Quem conta parte dessa história quase fantástica é o escritor Milton Hatoum. “Certa vez, Raduan me contou que tinha dezenas de exemplares do Lavoura arcaica na casa dele. Um dia ele ficou de saco cheio de deu todos esses livros”, relembra o autor de Dois irmãos. Se é verdade que para muitos autores o encalhe é parte integrante das contingências do mercado editorial, também seria correto assinalar que, em casos como o de talentos reconhecidos como Raduan Nassar, esse processo fosse um pouco diferente. Não foi o caso.

Nas palavras da crítica literária da Universidade de São Paulo, Leyla Perrone-Moisés, autora de um dos primeiros textos analíticos sobre o romance, o fato de a obra ter permanecido na garagem do autor, embora tivesse sido um sucesso de crítica nos anos 1970, não chega a ser novidade ou mesmo inexplicável. “Acho que é natural o fato de um livro ser provisoriamente esquecido, afinal as editoras vivem de novidades”, diz Perrone-Moisés. De qualquer modo, a autora de Altas literaturas observa que o livro não foi abandonado pelos críticos. “Havia debates sobre o livro e ele já estava, de certa forma, canonizado. Não demorou muito para ele ser notado pelos leitores franceses, especialmente Alice Raillard, que o traduziu para a editora Gallimard nos anos 1980.”

De sua parte, Raduan Nassar pareceu sempre alheio e desconfiado em relação à análise dos críticos. Ao Cadernos de Literatura Brasileira, em uma de suas raras e mais contundentes entrevistas já concedidas (o autor é notoriamente conhecido pela sua reserva no trato com a imprensa quando se trata de discussão de temas literários), ele observa, fazendo coro à afirmação do crítico português Eduardo Lourenço, para quem “não é o crítico que julga a obra, mas a obra é que julga o crítico”.

Boutade ou não, a avaliação de Nassar parece travar um bom diálogo com a primeira análise de Leyla Perrone-Moisés sobre o livro do escritor paulista. “Publiquei meu primeiro artigo sobre Lavoura arcaica na revista portuguesa Colóquio Letras, em julho de 1977. E eu começava aquele artigo dizendo que o romance de Raduan Nassar havia logo obtido um êxito de estima entre os intelectuais, mas que ainda era pouco comentado pelos críticos”, recorda a professora emérita da Universidade de São Paulo (USP).

Já para Milton Hatoum, o fato de o livro ter sumido do mapa pode estar vinculado à maneira como a obra foi trabalhada do ponto de vista editorial. “Cada livro faz a sua história. Esse texto difícil, com uma força poética extraordinária, foi publicado durante a ditadura. Acho que o público estava mais atento a questões explicitamente políticas, à literatura da violência, a um tipo de jornalismo adaptado, que pretende ser ficção. Além disso, talvez não tenha sido bem trabalhado editorialmente”, observa o autor de Cinzas do norte.


Redescoberta
A retomada do livro acontece em 1989. Tudo isso porque, embora o livro já tivesse alcançado duas edições — a primeira em 1975, pela editora José Olympio, no Rio de Janeiro; a segunda em 1982, pela Nova Fronteira, também do Rio de Janeiro —, foi com a terceira vinda, desta vez pela Companhia das Letras, que a obra retomou seu sucesso de estima e conquistou espaço definitivo no panteão das grandes narrativas da literatura brasileira do século XX.

Em sua coluna no blog da Companhia das Letras, o editor Luiz Schwarcz revelou uma conversa que teve com Raduan Nassar. Nela, afirmou ao escritor que em três décadas dedicadas à literatura, não editou livros melhores do que os do autor de Lavoura arcaica. Já o romancista, por sua vez, afirmou que jamais iria esquecer de quando o editor apostou nele, Raduan, no momento em que estava esquecido.

“A reedição do livro pela Companhia das Letras foi a confirmação da fama que o livro já tinha entre os especialistas”, comenta Leyla Perrone-Moisés. E ela acrescenta, ainda, que o fato de o autor ter abandonado a literatura, depois de dois livros excepcionais, contribuiu para houvesse ainda mais interesse do público. Estabeleceu-se um paradoxo curioso, observa a crítica, quanto mais Raduan insistia em se esconder, mais ele aparecia.

O abandono de Raduan Nassar para com a literatura é desses eventos que podem ser classificados como mais inventivos do que a própria ficção. Tudo isso porque, depois de ter publicado Lavoura arcaica e Um copo de cólera, Raduan concedeu algumas poucas entrevistas e afirmou, acima de tudo, que a literatura já não tinha para ele a menor importância. Os únicos momentos em que o autor quebrou o silêncio, da década de 1990 para cá, aconteceu na consistente e reveladora entrevista concedida ao Cadernos de Literatura Brasileira, editado pelo Instituto Moreira Salles, em 1996; e num longo perfil assinado pelo jornalista Rafael Cariello publicado em 2012 pela revista Piauí.

A tônica desses depoimentos, no entanto, sempre é a mesma, a saber: a tentativa de escapar da conversa sobre literatura, como se esse fosse um assunto para ele demasiado aborrecido. Isso não quer dizer que o autor não tenha ideia consolidada sobre o significado de seu fazer literário; antes, representa uma manifestação, à maneira do personagem de Herman Melville (Batlerby, o escrivão), de preferir não tratar desse tema, deixando os leitores à espera de uma resposta para a pergunta: mas afinal, por que ele deixou de escrever?

Importância do estilo
Enquanto essa resposta não vem, nos momentos em que abriu a guarda para falar de literatura, é possível identificar elementos que mostrem de que maneira o estilo desse autor se confunde com o próprio ideal que ele possui de literatura. Assim, na já citada entrevista ao Cadernos de Literatura Brasileira, o escritor afirma acreditar que a boa prosa sempre tenha sido poética e, mais adiante, complementa, dizendo que a literatura que lhe faz a cabeça é exatamente aquela que possui algum tipo de vibração.

Com efeito, é uma espécie de vaticínio para o leitor de primeira viagem do livro. Como sinaliza Milton Hatoum: “Lavoura arcaica aborda um drama familiar, mas também aponta para outras questões, pois a linguagem e os temas estão em sintonia nesse belo romance, que remonta a certas passagens bíblicas e corânicas. E um tema-tabu, o incesto, trabalhado com muito talento”.

Além de destacar os aspectos temáticos da obra, com suas ressonâncias bíblicas e islâmicas, Leyla Perrone-Moisés também salienta o estilo de Raduan Nassar: “Acho, pois, que o romance me espantou mais por seu estilo do que pela narrativa. Mas já estava clara, para mim, a importância da obra”, recorda.

Ao comentar o processo de composição do livro, Raduan Nassar, novamente em depoimento ao Cadernos da Literatura Brasileira, observa que a obra demandou oito meses para a sua elaboração. De acordo com as palavras do autor: “(...) tentava um romance numa linha bem objetiva. Só que em certo capítulo um dos personagens começou a falar em primeira pessoa, numa linguagem atropelada, meio delirante, e onde a família se insinuava como tema. Tudo isso implodia o meu esqueminha de romance objetivo”. A solução, para esse impasse, se deu de forma aparentemente simples: “transformei um velho, que ouvia aquela fala delirante, em irmão mais velho do personagem que falava, e foi aí que começou a surgir o Lavoura arcaica.

Em 2001, essa narrativa a um só tempo singular e inovadora foi levada ao cinema, em um trabalho de adaptação assinado pelo cineasta Luiz Fernando Carvalho. Na avaliação de Milton Hatoum, a produção colaborou para sublinhar a importância do romance. “A belíssima adaptação do Luiz Fernando Carvalho foi bastante premiada e isso certamente ajudou a divulgar a obra”.
Fabio Silvestre Cardoso
— Cândido — Jornal da Biblioteca Pública do Paraná



I – A PARTIR DO LIVRO



ROSA BRANCA: A CONCEPÇÃO DE UM OLHAR
Os olhos no teto, a nudez dentro do quarto; róseo, azul ou violáceo, o quarto é inviolável; o quarto é individual, é um mundo, quarto catedral, onde, nos intervalos da angústia, se colhe, de um áspero caule, na palma da mão, a rosa branca do desespero, pois entre os objetos que o quarto consagra estão primeiro os objetos do corpo; eu estava deitado no assoalho do meu quarto, numa velha pensão interiorana, quando meu irmão chegou pra me levar de volta
(NASSAR).


O primeiro evento de Lavoura arcaica se passa no quarto da pensão interiorana em que André se instala ao deixar a casa da família. Pedro, o irmão mais velho, chega com a missão de levá-lo de volta. Os signos exalam a atmosfera carregada que envolve o quarto. A masturbação é uma prece. André está deitado no assoalho do “quarto catedral”. Um mundo inviolável. A “rosa branca do desespero”, que irrompe “de um áspero caule” e se colhe “na palma da mão”, é vida. História.

O corpo é tratado com destaque: “entre os objetos que o quarto consagra estão primeiro os objetos do corpo”. A história represada no quarto – André parece dizer – é sagrada. Em última instância, é o próprio texto de Lavoura arcaica que está contido no corpo do narrador-personagem. Por ora, no entanto, trata-se de um texto inviolável, embrionário, semente ainda de um romance deitado no assoalho do quarto.

Mas a inviolabilidade é quebrada por Pedro, que bate à porta. O ruído das batidas, inicialmente macio, dá paulatinamente lugar a pancadas que põem em sobressalto as “coisas letárgicas do quarto”. Ato contínuo, André se dirige à porta. Os irmãos ficam frente a frente; suas memórias “assaltam os olhos em atropelo”. André, temeroso, diz: “Não te esperava, não te esperava”. O primogênito lhe dá um abraço, e André sente “o peso dos braços encharcados da família inteira”. Com a entrada de Pedro e seus dizeres “nós te amamos muito, nós te amamos muito”, é a “força poderosa da família” que invade o quarto e desaba sobre o narrador-personagem. O irmão mais velho é categórico: “abotoe a camisa, André”. Está aberta a porta de entrada para a trama.

No decorrer da primeira parte do livro – “A partida” –, a narrativa alterna entre os capítulos que se passam no quarto da pensão (durante o encontro dos irmãos) e aqueles em que o narrador-personagem rememora suas experiências, algumas muito remotas, no âmbito da família. É assim que pouco a pouco, mas por meio de uma escrita contundente, as peças principais do jogo narrativo se delineiam.

Aparentemente, André é regido por outra razão que não aquela apregoada pelo pai. Em ambas razões, a questão de uma entrega do corpo é premente. No entanto, enquanto para o pai essa entrega deve se voltar ao trabalho na lavoura, para André ela ocorre em outro nível. Este não faz de seu corpo ferramenta que trabalha a terra, quer dizer, não se põe em relação de exterioridade diante da natureza. Ao contrário, ele parece levar ao limite as imbricações entre ser e mundo. Em alguns momentos, os contornos de André perdem-se concretamente nos (des)contornos do mundo. Com efeito, a imagem de seu corpo coberto de folhas é alusiva de um retorno à natureza, além e aquém da vida. Lugar híbrido, fronteiriço, onde continente e conteúdo se confundem.

É a partir desse núcleo que se desdobra, rigoroso, o romance. “A rosa branca do desespero” irá despetalar nas páginas seguintes. Desconstrução – que é na verdade reconstrução. A história, toda ela um jorro de memórias, desenha-se no e pelo olhar de André. Lavoura arcaica é um testemunho que se confunde com esse olhar.


ENTRE O AFETO DA MÃE E A LEI DO PAI
Quando Pedro chega, as venezianas do quarto da pensão estão fechadas. André está fechado: “escuro por dentro, não conseguia sair da carne dos meus sentimentos”. Cumprindo o seu papel, Pedro, por um lado, representa a palavra do pai, mas por outro também remete à tristeza que acometeu a mãe. Tal como o patriarca, o irmão mais velho procura trazer luz ao quarto, lançando mão da claridade para focalizar e inquirir (JOZEF, 1992). André permanece calado. O embate entre luz e sombra resulta no aumento da tensão represada no quarto. Com efeito, o primogênito traz consigo toda a força da família, fazendo com que André (re)viva a opressão que lhe é fundante: o excesso de afeto da mãe e a rigidez das leis do pai.

Como escreve Octávio Ianni:

O pai é o instrumento da família [...] é quem interpreta, traduz, transmite a sabedoria que paira sobre todos. O sermão do pai – à mesa, na hora da refeição que comunga pais e filhos – resume a sabedoria ancestral da família, antes, durante e depois de cada um.

Algo como uma entidade superior tem na figura do pai a sua voz. Assim, Iohána apregoa o equilíbrio, pautado pela paciência extrema e pelo controle das paixões. Na feliz expressão de Leyla Perrone-Moisés (1996), a incômoda vestimenta da palavra do pai prioriza as formas negativas (não, nunca, jamais etc.), modelando o corpo da família de modo a protegê-la do mundo das paixões e do desejo.

Do outro lado da mesa, há a mãe e sua intensa carga de afeto, “ali onde o carinho e as apreensões de uma família inteira se escondiam por trás”. Leia- se o excerto:

amassando distintamente as folhas secas sob os pés e me amassando confusamente por dentro, e eu de cabeça baixa sentia num momento sua mão quente e aplicada colhendo antes o cisco e logo apanhando e alisando meus cabelos, e sua voz que nascia das calcificações do útero desabrochava de repente profunda nesse recanto mais fechado onde eu estava.

Há uma analogia entre o retorno à terra e o retorno ao ventre materno. Ou mais ainda. A voz da mãe, que parte das calcificações do útero, desabrocha em um recanto ainda mais fechado: o lugar híbrido que mencionei há pouco. A arquitetura desse recanto, pois, parece ter como um de seus pilares os afagos maternos. É assim que, ao longo de todo o livro, embora a voz seja dada à mãe em alguns poucos momentos, ela se faz presente com a contundência de uma víscera. Um ventre seco – feito de folhas e terra.

É entre o excesso de luz – que cega – das leis do pai e a luz porosa – que embriaga e sufoca – dos afetos da mãe que o filho vai se insurgir. Ao reino da necessidade, André, com seus “olhos noturnos”, procura contrapor o reino do desejo (JOZEF, 1992). Seu discurso é verborrágico, às vezes obscuro: “as orações se interpenetram com orações subordinadas e intercaladas, como se as ideias perdessem o medo de se misturar” (JOZEF, 1992). É o que ocorre quando, no quarto da pensão, Pedro menciona que ninguém em casa sentiu tanto a sua fuga quanto Ana, a irmã. O nível da tensão represada no quarto atinge o grau máximo; André se exaspera: “ ‘não faz mal a gente beber’ eu berrei transfigurado, essa transfiguração que há muito devia ter-se dado em casa ‘eu sou um epilético’ fui explodindo, convulsionado mais do que nunca pelo fluxo violento que me corria o sangue”.

O sangue violento extrapola para a narrativa, tingindo-a com tonalidades expressionistas: um jorro de dentro para fora, literalmente.


MISTURA INSÓLITA
Para espanto de Pedro, então, André começa a apontar o quanto eram inconsistentes os sermões do pai, o quanto se podia fazer um uso inesperado – e ainda assim fiel – das palavras do patriarca, e que na verdade era ele (André) o maior conhecedor da família, pois na calada da noite afundava as mãos no cesto de roupas, onde dormiam os impulsos reprimidos das pessoas da família, e trazia com cuidado cada roupa ali jogada: “ninguém ouviu melhor cada um em casa”, confessa ao irmão.

Ao quebrar o silêncio instalado no quarto, André quebra um silêncio de toda uma vida. Pela primeira vez (a não ser diante de Ana), ele dá nomes à sua loucura. O corpo, transfigurado, articula-se em texto. O lugar híbrido, de onde parte seu olhar, começa a se esboçar: seu projeto encontra morada no avesso das palavras do pai, nos “corredores confusos” da casa, no cesto de roupas sujas na calada da noite – como se ele penetrasse a família no invisível. Invisível que, ao se tornar visível, dilacera os olhos de Pedro. É André quem agora vocifera. Profundo conhecedor da família, uma vez que a conhece por dentro, ele sempre soube quanta decepção o esperava fora dos limites da casa: não era com aventuras que sonhava.

Ainda transfigurado, ele mostra ao irmão suas “quinquilharias mundanas”, os “objetos ínfimos” que acumulou quando escapava de casa para se encontrar com prostitutas. Mas os objetos – essa “mistura insólita” – não são expressão de aventuras levianas senão emblema de uma “alquimia virtuosa”, um “silêncio fúnebre”, talvez algo semelhante ao silêncio que envolve as roupas sujas da família. Contudo, não é este o ponto de vista de Pedro. Representante da palavra do pai, para ele o irmão contamina a família com usos tão obscenos. André, por seu turno, irá dizer que a obscenidade também está presente no seio familiar. Ao contar, por exemplo, a história de um faminto – sendo que o pão jamais faltou à mesa – o pai é obsceno; assim como o é a mãe, ao embriagar o filho com suas carícias. Nessa direção, as quinquilharias da caixa, tais como as roupas no cesto, escancaram que sagrado e profano podem – silenciosamente – encontrar-se em “mistura insólita”.


O DESEJO: ANA
Vimos que foi a menção de Pedro à falta sentida por Ana o que disparou o discurso verborrágico de André. Aliás, quando o irmão chega ao seu local de exílio, o narrador comenta ter quase perguntado por ela. De fato, a força do vínculo entre o casal de irmãos – central para a trama – vai aos poucos como que saindo da sombra.

Um desses momentos, em capítulo anterior à explosão de André no quarto da pensão, é a narração de uma festa. Costumava ocorrer aos domingos de a família receber parentes, vizinhos e amigos para celebrar. Nessas festividades, “depois que o cheiro da carne assada já tinha se perdido entre as muitas folhas das árvores mais copadas”, formava-se uma grande roda de dança, cujo centro das atenções era Ana. Para André, entretanto, ela significava muito mais. Em seu “recanto fechado”, contemplava camuflado por entre as árvores e folhas os movimentos sensuais da irmã, que, por sua vez, flertava com ele, despertando seus instintos mais primitivos.

Instintos que não haviam abandonado a casa velha; lá onde ainda ecoa o “maktub” do avô, um “arroto tosco” que quer dizer “está escrito”. Diferentemente dos “discernimentos promíscuos do pai”, sempre à procura de uma ordem racional que dê conta de tudo, a expressão do avô é mais honesta. Essa honestidade talvez abarcasse a inexplicável paixão que envolve André e Ana: estava escrito. O arroto do avô, nesse sentido, se contrapõe à parcialidade do discurso do pai.

Atado, de um lado, pelo controle extremo das paixões e, do outro, pelo excesso de afeto, André vai enfim reclamar os direitos de seu corpo (PERRONE- MOISÉS, 1996) no incesto concretizado com a irmã. A cena do encontro amoroso, consumado na casa velha, aparece no capítulo seguinte à menção ao “maktub”. André trata de nos revelar que essa paixão é um desdobramento da própria escritura da família, isto é, uma “paixão pressentida” que encontra a si mesma em um retorno radical à estrutura familiar – a casa velha, a figura do avô, a ancestralidade.

Estão em jogo aqui o campo das emoções e dos afetos, das necessidades mais arcaicas; trata-se de uma busca visceral. Sufocado pelas forças que o oprimem, André reivindica seus direitos, paradoxalmente, em um mergulho na própria tessitura da família. A união com Ana, nessa direção, é emblemática de um retorno à unidade familiar perdida: é a família investida em si mesma o que o incesto simboliza.

A propósito, o discurso do pai não se abre para a experiência da alteridade; ele é sufocante e endogâmico. Diz ele em um de seus sermões: “nossa lei não é retrair mas ir ao encontro, não é separar mas reunir, onde estiver um há de estar o irmão também”. Ora, ao apregoar – valendo-se de uma racionalidade limite – a união (cega) da família, o patriarca acaba na verdade podando as possibilidades para que haja desejo pelo outro, pelo diferente – aquilo que ele chama de “mundo menor”.

A mãe, por sua vez, é cúmplice do marido nessa deserotização, ou melhor, no exercício imaturo da sexualidade. Em alguns momentos, ela lembra a figura de uma santa, o que complementa o papel de entidade superior assumido pelo pai. A erotização (maldirecionada) da mãe escapa no excesso de carícias dirigido ao corpo do filho preferido, enquanto a do pai se faz presente em seus eloquentes sermões.

Em suma, a libido (represada) permanece investida na própria família:

“Era Ana, era Ana, Pedro, era Ana a minha fome” explodi de repente num momento alto, expelindo num só jato violento meu carnegão maduro e pestilento, “era Ana a minha enfermidade, ela a minha loucura, ela o meu respiro, a minha lâmina, meu arrepio, meu sopro, o assédio impertinente dos meus testículos”.

“Num jato violento”, como se de fato ejaculasse, André revela ao irmão sua paixão secreta. No plano da narrativa, o discurso – que já havia explodido quando da menção de Pedro ao sofrimento da irmã – atinge agora o clímax. Ao desembocar em Ana, o jorro expressionista retorna ao lugar do qual partiu. Ora, se o incesto consuma a ausência de abertura à alteridade, o desejo pela irmã está voltado, em última instância, ao próprio eu:

temos os dedos, os nós dos joelhos, as mãos e os pés, e os nós dos cotovelos enroscados na malha deste visgo, entenda que, além de nossas unhas e de nossas penas, teríamos com a separação nossos corpos mutilados; me ajude, portanto, querida irmã, me ajude para que eu possa te ajudar, é a mesma ajuda a que eu posso levar a você e aquela que você pode trazer a mim, entenda que quando falo de mim é o mesmo que estar falando só de você, entenda ainda que nossos dois corpos são habitados desde sempre por uma mesma alma.

É assim que, no quarto de pensão, diante do irmão mais velho, André ejacula a si mesmo.


À FAMÍLIA, DE VOLTA
Mas, antes, por que teria André partido?
Após a consumação do incesto, Ana, entregue a orações na capela, põe fim ao pacto amoroso com o irmão. E o faz, como em todo o romance, sem dizer palavra. André perde o chão. As chances de levar adiante, no invisível, seu projeto na família caem por terra: Ana não amortece o mal do incesto. Neste caso, se adaptar-se ao discurso do pai havia muito já não era uma possibilidade, penetrar a família em suas tortuosas entranhas deixava, por ora, de o ser: “‘estou morrendo, Ana’”.

Sem ter mais como dar vazão ao investimento libidinal voltado à família e concretizado no encontro com o corpo da irmã, a permanência de André na casa não se sustenta. Ele tem de se haver com a solidão: “pela primeira vez eu me senti sozinho nesse mundo”. O peso da família, matéria-prima de seu projeto, desaba sobre seu corpo. Não obstante, ele não deixa de acreditar que “existe sempre nas janelas mais altas a suspensão de um gesto fúnebre”, quer dizer, não se rende por completo à barreira imposta pela irmã. Ocorre que, sem o anteparo – ou o espelho – dela, o projeto se perde distante: carregando o peso da família na mochila, André deixa a fazenda para trás.

Assim, na primeira parte do romance, tão logo Pedro chega para resgatá-lo, os elementos imanentes à partida do filho pródigo são reconstruídos. O clímax é o relato da consumação do incesto, ao que se seguem respectivamente a narração do rompimento por parte de Ana e a fuga de André, quando então “A partida” chega ao fim e inicia-se a segunda parte do romance. Ora, se o retorno radical à família, simbolizado pelo incesto, antecede o momento da partida do filho, ele antecede também, no plano da narrativa, a sua volta – temática de que tratará a segunda parte: “O retorno”.

Ao deixar a casa, André aproxima-se dela.

A porta de entrada da segunda parte é tomada de empréstimo da mesa dos sermões: o primeiro capítulo de “O retorno” é uma transcrição do discurso do pai. Trazido por Pedro, André (a narrativa) retorna à arquitetura endogâmica. Enquanto a primeira parte do livro traz a estrutura da qual o filho partiu, a segunda trata de mostrar para onde ele volta. Não há mais, como em “A partida”, alternância entre momentos distintos da vida do narrador; “O retorno”, mais curto e linear, é arrebatador.

Aparentemente, a volta do filho devolve à casa, em luto até então, a alegria perdida: as irmãs vão preparar o seu banho, a mãe põe a mesa e o pai, após celebração emocionada, o convoca para uma conversa a ser realizada ainda àquela noite.

Ocorre que começam a se delinear no âmbito da família modificações importantes, entre elas: a perturbação de Pedro com tudo o que ouviu; Ana ter disparado em direção à capela quando da chegada dos irmãos; a omissão de Lula, o caçula, que sequer aparece para saudar André. No entanto, só depois os significados dessas mudanças serão trabalhados: à medida que “O retorno” vai sendo construído, as alterações implicadas na partida do filho tomam corpo. E, de fato, “a fuga de André mudara tudo, na aparência de nada mudar” (IANNI, 1991). Vejamos.[...]
Renato Cury Tardivo
- Biblioteca Digtal — USP

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