JULIÁN RÍOS
'La vida sexual de las palabras' según Julián Ríos
Hablar de la obra de Julián Ríos es un desafío. Ríos es un escritor en mitad de su carrera creativa, inclasificable, tan difícil como fascinante, tan intelectual como erótico, tan universal como español o gallego; el escritor más inventivo y creativo de la lengua española, según Carlos Fuentes. Las solapas nos señalan también que cuando publicó Larva, Babel de una noche de San Juan (1985), la Enciclopedia Británica saludó el texto, que sigue siendo su magnum opus, como 'la prosa sin duda más perturbadoramente original del siglo', una prosa que ha influido en el propio Fuentes, como lo demuestran los juegos verbales sobre el 'spunish language' en Cristóbal Nonato. Más de una década después, las casi seiscientas páginas, brillantemente traducidas en colaboración activa con el autor políglota al inglés (1990) y al francés (1994), se presentan como una 'novela-ríos' cuyo caudal suntuoso va enriqueciéndose, como lo tenía previsto desde el principio, con afluentes intermedios: Poundemonium (1986), homenaje consciente al poeta disidente ya presente en Larva; La vida sexual de las palabras (1991), obra de 'crítica-ficción' en la que me detendré porque ayuda al lector a orientarse por estas aguas aventurosas; y, últimamente, con un afluente más pequeño, la fascinante y vertiginosa 'novela pintada' Sombreros para Alicia (1993), una serie de 23 'scherzi' ilustrados por Eduardo Arroyo y que constituye, según el editor, una excelente introducción a esta liberatura. Hace falta señalar también los textos dedicados a retratar a amigos pintores como Arroyo, Antonio Saura o R.B. Kitaj, a quien dedicó una voluminosa 'novela pintada', donde discuten los tres personajes-interlocutores de siempre A (muchacha), B (hombre maduro, con gafas y barba) y C (viejo, 'probablemente' crítico o Cicerone), escapados de Larva. En 1992 el Círculo de Lectores publicó un magnífico 'Ulises ilustrado' realizado por Julián Ríos y Eduardo Arroyo, quienes trabajaron en perfecta simbiosis 'como dos guionistas de cine, trazo a trazo, imagen a imagen, discutiendo y hablando sobre cada capítulo del texto', respetando toda su dimensión verbivocovisual: 'El que tenga oídos para oír, que abra los ojos, u ojorejas. Paradoja para la hoja y el ojo, para pararse a leer: parad, hoja' es un consejo en forma de calambur, con palabra-maleta, paronomasia y alografía, que Ríos da a todos sus e/re/lectores.
Mi proyecto frente a esta obra monumental, enciclopédico rompecabezas, es más bien modesto: situarla en el panorama actual de la prosa hispánica, destacando los rasgos que definen su criptografía: el texto-palimpsesto como mosaico de una transtextualidad gozosa, inagotable, juegos de palabra y de ingenio de toda índole, un polilingüismo babélico. Inútil decir que con la actual novela española, que prevalece en el mercado y que interesa mucho a la crítica, también universitaria, no tiene nada en común. Tampoco puede definirse esta obra como una muestra más del 'experimentalismo español' polémicamente rechazado por Manuel Vázquez Montalbán; su autor no es uno de 'los simplemente lúdicos escritores de la minimalidad mediante la maximalidad verbal' incriminados. La maximalidad verbal convierte el texto en un festín verbal que erige una cosmogonía cómico-erótica, otro 'caosmos' en la tradición novelística que va de Rabelais/ Babelais a Joyce - el de Finnegans Wake, sobre todo - conforme a la segunda línea estilística o 'carnovelesca' destacada por M.Bakhtin. Nos enfrentamos pues a una obra de ruptura radical en el panorama novelístico español, que demuestra paradójicamente que la literatura es más aun que antes lo que Octavio Paz llama un arte 'de convergencia'. El tema ha sido planteado por Paz en diversas ocasiones; le cito porque considero que ha sido no sólo uno de los ensayistas-críticos más perspicaces de la literatura moderna, sino también uno de los mentores de Julián Ríos. Lo demuestra ya Solo a dos voces, metatexto realizado con motivo de tres entrevistas hechas por Ríos a Octavio Paz en 1973. Allí vemos que la novela-ríos es un 'renga novelístico', género en el que pensaba Ríos al concluir las entrevistas y en el que pensó también, según nos dice el poeta mejicano, otro innovador, Julio Cortázar.
Es de sobra conocido que el título paradójico, 'La tradición de la ruptura', que encabeza el ensayo Los hijos del limo (1974), define, según Paz, la modernidad poética, calificada también de polémica y heterogénea: se caracteriza por su culto a lo nuevo, o sea, al cambio, y por su 'pasión crítica' que conlleva 'una suerte de autodestrucción creadora'. Tal tradición que, según R. Barthes, va en busca de un 'texto imposible', empieza con el gongorismo de las Soledades, va plasmándose a partir del romanticismo a través de una larga sucesión de ismos y culmina en el surrealismo, 'decisivo' tanto para Paz como para Ríos. Hoy en día es evidente que tal modernidad no está en condiciones de seguir renovando radicalmente su rebeldía o su trangresión. Todos los componentes de la mímesis literaria han sido subvertidos también en la novela, mientras que en el campo socio-económico y político, desde la cita parisiense de 1968 y con la caída del muro de Berlín en 1989, la utópica Revolución europea ha terminado fracasando. Frente al 'ocaso de las vanguardias' en todas las artes, asistimos al a menudo comentado 'ocaso del futuro'. El futuro tecnológico, por muchas razones, da miedo. Aunque el cambio sigue fascinando, el progreso renovador se ha detenido y está convirtiéndose en regresión. En el arte observamos en vez de la muy experimentada 'destrucción creadora' exploraciones recuperadoras de las variaciones de modelos anteriores que lleva al arte de convergencia señalado por Paz. Arte bastante bric á brac, calificado de postmoderno, según el término de la crítica anglosajona que evito aplicar a la literatura hispánica por considerarlo, con Octavio Paz y también con Julián Ríos, 'ingenuo' - porque sólo indica que 'somos muy modernos' - y 'equívoco' - porque cada fase de la modernidad es post o ultramoderna en relación con la anterior. 'No ser pre ni post sino absolutamente moderno, como quería Rimbaud' es la consigna de Ríos para cada día. Hace falta mantener la moderna tradición de la ruptura, donde el escritor tiene un campo ilimitado de experimentación vertiginosa y donde molesta al lector medio en y por un lenguaje perturbado, subvertido en su funcionamiento mismo.[...]
Elsa Dehennin
— Centro Virtual Cervantes
'Loves That Bind': An Alphabet of Lovers
and Literary Styles
The premise of this new novel by the Spanish writer Julián Ríos is an ingenious one: a man who has been abandoned by his girlfriend writes her a series of 26 letters about the "other women" in his life as he wanders about the city of London, looking for his lost love. Each of these women bears more than a passing resemblance to a famous literary heroine, from Proust's Albertine to Raymond Queneau's Zazie, and each is memorialized by Ríos's narrator in a manner meant to recall the style of the original author. It's a premise that promises the reader a post-modern sendup of the gaps and overlaps of literature and life, as well as some entertaining literary high jinks: what you might get if you commissioned Queneau and Donald Barthelme to rewrite "Don Quixote" and "A Portrait of the Artist as a Young Man."
Unfortunately, Ríos does not deliver on the enormous potential of his idea. Though "Loves That Bind" has moments of real cleverness and sleight of hand, it is largely a paint-by-numbers performance, lacking the sort of sustained literary ardor that might have turned it from an experimental curiosity into a tour de force. As a result, the reader is left to focus on the more puzzlelike aspects of the novel -- trying to figure out the identity of each of the 26 unnamed women, and trying to piece together the story behind the narrator's breakup with his girlfriend.
Many of the literary heroines the narrator claims to have loved or bedded are immediately recognizable. "D," for instance, is obviously Daisy from Fitzgerald's "Great Gatsby": a pretty Southern belle with the sound of money in her voice, an East Egg beauty married to an athletic hulk and courted by a lovelorn millionaire. "L" is clearly Lolita, an "apprentice starlette," "Lovely!" in her pink miniskirt, preserved "as she was and forever will be" in the narrator's memory. And "S" must be Sally Bowles from Isherwood's "Berlin Stories" -- the English chanteuse with bright green nails and a string of lovers.
Others are somewhat harder to identify. "B" is Bonadea from Robert Musil's "Man Without Qualities," an unhappily married woman whose nymphomania encourages her to lead a double life. "F" is Florence Dowell from Ford Madox Ford's "Good Soldier," an expatriate American who tells her husband she is suffering from a heart condition, even as she embarks on a lengthy affair with a handsome Englishman. And H is Hermine from Hermann Hesse's "Steppenwolf," a strange young woman who wants to make the hero love her so much that he will agree to kill her.
As this selection of literary heroines indicates, Ríos's narrator fixates on women who are manipulative, disturbed or simply incapable of being faithful to a single man. Although the narrator's feelings will undergo a gradual shift as the book nears its close -- by the letter "Y," he has begun to recognize his own shortcomings, identifying with the "stupid goatish pride" of the alcoholic consul in "Under the Volcano" -- he tends to focus on the same unsavory aspects of womankind in letter after letter. A rich gallery of literary heroines, consequently, is reduced to a surprisingly narrow spectrum of stereotypes: women as faithless sluts, women as scheming man-killers, women as self-pitying doormats.
These portraits are clearly meant to reflect the narrator's state of mind as he pines for his lost girlfriend, but they make for a predictable and monochromatic story. Ríos does little to use his narrative setup to explore the disparity between his book-obsessed hero's experience of life through art and his actual experiences in the real world, and he does even less to make us care about his hero's efforts to recapture his errant girlfriend. The few bits of information we are given about the pair (that she might have had an abortion, that he is taking care of a friend's cat, that the two of them used to listen to Mama Cass records) are not enough to loft them out of that limbo of generic ill-fated lovers.
As for the narrator's worries about his ex's safety -- he worries that she will be killed by a bomb, a terrorist, a freak accident -- they are supposedly meant to reflect his gloomy state of mind, if not articulate his subconscious desire for revenge. They are reiterated so many times, however, and reiterated in such a plodding fashion that they ultimately undermine the story's already pallid suspense.
Matters are not helped by the dubious quality of many of Ríos's literary impersonations. Some of his chapters read like little more than flat-footed pastiches of the original author's work. Others read like misconceived -- or very poorly executed -- parodies. Ríos's Faulkner sounds like a run-of-the mill Gothic writer from the South: "There is no old Southern family without tares blighting its Tara and its bloodline." His Joyce sounds an awful lot like Henry Miller on speed: "her fervent lover from Playboylandia baptized Hugh in the holy land of Hibernia though never did he let her hibernate but had to fornicate when it was almost time for the bullfight." And his Proust sounds like a long-winded writer of potboilers: "I was the burning straw she clutched at to keep from falling into the flames of her passion."
Although some subtleties may have been lost in translation from the Spanish, Ríos quite plainly has a tin ear for language and locution -- a fatal flaw, it turns out, for a book constructed around the idea of literary mimicry and improvisation.
Michiko Kakutani
— The New York Times
La transgresión del mito
La muerte de Diana de Gales sirve a Julián Ríos para dar un paso más en su conquista de nuevos territorios narrativos. Trata de armar el puzle de una mitificación contemporánea
La crítica especializada no ha dejado nunca de considerar la obra de Julián Ríos como ese espacio de la ficcionalidad donde el lector tiene que doblegarse ante la fatalidad de su provocación. Se afirma eso con la seguridad del que defendiendo tal provocación asegura el placer que supone perderse en la complejidad textual, ceder ante los sobreentendidos literarios, dejarse invadir por los juegos lingüísticos, y los equívocos mil que el escritor gallego despliega en todos sus libros. Todo ello se desprende de las lecturas de Larva (1983) y de Poundemonium (1986). La línea de maquinación conjetural, de cronometrado desconcierto textual prosigue en libros posteriores. En Sombreros para Alicia (1993), por ejemplo. Aquí Lewis Carroll convive con Kafka y Melville (el mismo Melville que prefigura la obra del praguense, según Borges, autor a su vez que no es extraño en el espacio de Ríos), la prosa enfila la perplejidad del lector, haciendo que el sentido adquiera infinitud de matices. El libro comenzaba: "Un sombrero no es un sombrero" y terminaba con una cita de Joyce, del Ulises: "Un sombrero es un sombrero". Podría decir también con el mismo espíritu perturbador Julián Ríos que una novela es una novela y no es una novela. Creo que en esta tesitura habría que leer la obra de ficción, y también la de no ficción, del autor.
Del reportaje que hizo Borja Hermoso la semana pasada en este mismo diario, a propósito de la publicación de Puente de Alma, la nueva novela de Julián Ríos, a este crítico le quedó grabado lo que se dice en una misma columna. Una afirmación de Ríos: "Yo siempre he creído que en literatura hay que cabalgar dos caballos a la vez: el de la narración y el del lenguaje. Si no se hace la cosa falla". Y una observación del mismo reportero: "Ríos recostado en un sofá de su casa, muy cerquita de una primera edición de Rayuela de Cortázar". Respecto a lo primero hay que decir que Puente de Alma ensancha el campo de lo narrativo más allá de lo que suele ser habitual en el escritor. Pero lo narrativo siempre existió, aunque estuviese sostenido por un tenue hilo argumental, como sucede en Monstruario (1999). Lo narrativo no es sólo lo que se cuenta, también lo conforman todas las estrategias que simulan una no narración. Narración y retórica forman siempre un solo cuerpo en Ríos. Y la materia de su transgresión, la materia y su alma. Y respecto a lo segundo, esa edición de Cortázar, que no debe hacernos olvidar que prestó mucho de su método a Larva, pero que yo vuelvo a encontrar en Puente de Alma, con su misma heterodoxia compositiva y ese sentido de la libertad con que se mueven las voces que la articulan.
La nueva novela de Julián Ríos rescata personajes que ya conocimos en novelas suyas anteriores. Retoma la voz narradora de Monstruario, la voz de Emil. Y a Víctor Mons. Su centro de gravedad puede parecer que es la muerte trágica de la princesa Diana de Gales. Y ese morboso fetichismo alrededor de su figura. De hecho, esta historia rosa (pero que el afán de sensacionalismo de los medios, con la no poca colaboración de la ciudadanía que lo consume, convierte en una atractiva y rentable historia negra) incrustada en este libro pletórico de referencias literarias, con hombres y mujeres de carne y hueso cuyas vidas y destinos no nos parecen menos literarios, todo ello le otorga su toque de distinción estético: una irreverente disonancia al más exigente estilo vanguardista. Ríos, además, juega con la conspiración porque sabe que es como un puzle, lo dice el mismo Emil, una construcción donde las piezas que no encajan se inventan. Una novela, una invención sobre Diana de Gales (esa pobre princesa que bien pudo ser el alma gemela del propio chofer que la mató) que dispara todas las coincidencias, todas las acciones paralelas más insospechadas, algunas célebres desapariciones, muertes no menos trágicas que la de Diana. Y también, como no podía ser de otro modo tratándose de Ríos, su humor verbal. ¿Cuál es entonces exactamente el territorio en que se mueve la novela o no novela de Julián Ríos? Probablemente el de una sensual y reglada incertidumbre. Zonas opacas del calibre de los hermanos Benjamenta y su academia de servidumbre (Robert Walser), o Wakefiel, el primer hombre de la modernidad que va en busca de tabaco y no regresa en veinte años (de Hawthorne). Nos cuenta Coetzee que W. G. Sebald no se consideraba un novelista y que "el término que prefería era escritor en prosa". Algo hay en esta magnífica obra en prosa, de la melancolía y del vértigo admirativo por algunos misterios humanos de Sebald, y de su generosa y sabia disponibilidad para reunir hombres, desdichas y libros distintos en un mismo y magnético paisaje textual.
J. Ernesto Ayala-Dip
— Babelia
Parva Larva
Llegó a mis manos hace unos veinte años, no recuerdo ya quién me la envió, una copia parcial del mecanuscrito de Larva. Felipe Boso y yo estábamos preparando por entonces EinSchiff aus Wasser (Un barco de agua), la antología integral de literatura española contemporánea que nos había encargado un editor alemán y que acabaría convirtiéndose en el disparo de salida para la exitosa carrera de esa literatura en los pagos teutónicos. La lectura de aquellas páginas nos indujo a reclutar para la tripulación de nuestro barco ese fragmento de Larva, a pesar de que el libro aún no estaba concluido y a pesar de que su autor casi no tenía obra propia publicada: tan sólo Solo a dos voces, un volumen de conversaciones con Octavio Paz, y Teatro de signos/Transparencias, una antología del futuro premio Nobel mexicano, amén de seis capítulos de Larva en diversas revistas. Me acuerdo, eso sí, de que al aparecer nuestro libro en Alemania, Juan Goytisolo elogió la apuesta de futuro que habíamos hecho por la obra de Julián Ríos.
Cuento esto con tanto pormenor por lo que se verá, y para que nadie crea que estoy prejuiciado en contra de dicha obra. Antes al contrario, pero...
El exceso de ingenio verbal conduce al manierismo y al ineluctable hastío, para no hablar de la autocaricatura. Bien está que se quiera quijotrizar y enSanchar el idioma, pero si la muerte de Dulcinea es un nuevo pretexto para otro juego de palabras («aquel árbol contra el que se estrelló Anne allá en la Selva, Negra como su suerte», pág. 76), te empiezas ya a atragantar: y sabido es que si comes caviar todos los días, al final termina por producirte náuseas. Con perdón. Este Monstruario, que por serlo no tiene ni pies ni cabeza, de modo que al menos es congruente con su título, narractivamente es una pura desilusión. Parecería haber sido escrito nada más que pour epater le burgalés y para encajar en algún lugar del mismo (del libro, no del burgalés), no importa dónde, todo un capítulo de hermenéutica joyciana, a medio camino entre el onanismo mental y el narcisismo más exhibicionista. Y también parece haber sido escrito para demostrar lo bien que su autor conoce el callejero y la topografía tabernaria de Berlín; una experiencia extraterritorial esta en la que J. Mallorquí, con sus novelas del Coyote y sus conocimientos exhaustivos de la geografía de California, le lleva años-luz de ventaja a cualquier autor de la Península. Lo más curioso es que a Julián Ríos, con esa percepción casi sonoctambúlica que posee para encontrar las interrelaciones más ocultas y parir los calembures más inesperados del idioma, y no sólo del español, se le haya escapado que el café Einstein (pág. 92) no se llama así sino que su correcto nombre es uno de los más simpáticos juegos de palabras del idioma alemán: Café EinStein (el café Una-Piedra, una auténtica pedrada en ojo de boticario).
Lloviendo sobre mojado, Ríos extrema tanto y tan polilingüemente la demostración de ingenio, que el lector se contagia y termina por preguntarse cómo es que un castizo «pagaría a toca teja en dólares» (pág. 56) no salió de sus manos convertido en «pagaría a toca Texas en dólares». Y aunque me temo que en este caso pudiera ser que los tipógrafos le hayan jugado una mala pasada al original, casi me atrevo a decir que «Helarte por helarte... –que se ve que es lo mío–» (pág. 65) se convierte en un bumerán autocrítico.
Alguna vez leí, a propósito de Rostand, que en una de sus obras más perfectas faltaba ese soplo de humanidad eterna que circula por los versos de Cyrano de Bergerac. Releyendo Oscar Wilde descubrí que su valor perdurable no es el ingenio (y lo tuvo como para derrocharlo si así lo quería, y casi siempre lo quiso); no, sino su conocimiento íntimo del dolor, ese dolor que aflora en su Balada de la cárcel de Reading y además le duele al propio lector. Y Rayuela, uno de los más egregios ejemplos de lo que puede lograr un escritor homo ludens, si se quedó pirograbada en la memoria colectiva de toda una generación no fue por lo lúdico de su estructura sino gracias al dolor de La Maga y al soplo de humanidad eterna que circula por sus páginas. Así las cosas, al acabar de leer Monstruario, este último libro de Julián Ríos, pregunto escuetamente: ¿Y? (ese «¿y?» que no es otra cosa que una traducción minimalista rioplatense del anglosajón «why?»).
Me detengo para concluir en una frase de la pág. 179: «La mayor censura está hoy día en el comercialismo a ultranza, que no sólo no deja nacer y crecer, por ejemplo, las novelas que aseguran la renovación y perpetuación del género, sino que además las sustituye por sus cucos sucedáneos y las hace pasar por literatura». Omito por piedad la referencia en la siguiente página a los novelones por entregas de Fernández y González (creo que citados, nada más, para justificar su extrapolación a nuestros días), y ya sé que se trata de una cita de Bouvard et Pecuchet, pero va de suyo que Julián Ríos también la hace suya. Después de lo cual sólo queda otra pregunta: ¿No será entonces el mero hecho de la publicación de Monstruario una piedra contra el propio tejado?
Ricardo Bada
— Revista de Libros
Larva y otras noches de Babel / Antología, de Julián Ríos
El crítico Alejandro Toledo, aficionado a las letras raras y marginales, presenta una antología admirable por su complejidad y riqueza. Se trata de Larva y otras noches de Babel, antología de la escritura del autor español Julián Ríos, quien nació en la región de Galicia en 1941. Los fragmentos incluidos en esta analecta provienen de los siguientes libros: Escrito en plural, Larva / Babel de una noche de San Juan (1983); Poundemónium (1985); La vida sexual de las palabras (1991), Sombreros para Alicia (1993), Álbum de Babel (1993); Amores que atan (1995); Monstruario (1999), Nuevos sombreros para Alicia (2001); Casa Ulises (2003), Quijote e hijos y Puente de Alma (ambas obras en proceso); vienen acompañados de un prólogo de Carlos Fuentes sobre la obra de este amigo de Octavio Paz, Juan Goytisolo y él mismo. Galicia es tierra próxima a Portugal y es una orilla de España que mira hacia el Atlántico, hacia Portugal, pero también hacia Inglaterra, y tienen los escritores gallegos una como inclinación celta y gaélica que los hace porosos a una música distinta, la de las gaitas y cornamusas.
Julián, o Juliano, trae el nombre de un emperador conocido como el Apóstata, que se convirtió primero al cristianismo y luego renegó de este para reconciliarse con los dioses de la antigüedad pagana. Y trae un apellido fluvial, que en él se resuelve como en un delta de las lenguas donde fluyen y confluyen manantiales y aguas de diverso origen. A su modo, nuestro Julián Ríos es también un apóstata, un renegado, en el sentido de ser un autor que ha mirado y hecho su residencia en la tierra en una orilla pero que desde muy joven decidió emprender el camino de regreso y practicar el descenso hacia el abismo con una voluntad lúdica y un incontenible sentido del humor que lo emparienta con escritores como Guillermo Cabrera Infante o Arno Schmidt... Cada obra de Ríos es una sorpresa, y la inteligencia de Toledo, antólogo de este museo en movimiento, ha consistido en saber cortar entre las articulaciones de cada una de las obras de Ríos para producir con ellas un animal novelesco, una fauna de fábula que, más que una antología, es una obra en sí misma, sin duda una espléndida introducción a la literatura de este escritor español poco leído entre los mexicanos, aunque se le conoce como un interlocutor señalado de Paz, con quien produjo ese libro-loco, ese diálogo desatado que es el monólogo dual titulado Solo a dos voces.
Pero Julián Ríos es el nombre de un creador o, como querría Haroldo de Campos, de un transcreador que interroga y traduce las obras de otros –muy en particular de Lewis Carroll, James Joyce y Ezra Pound– y las baja del pedestal extranjero, por así decir, a la prosa andante y andaluza, andadulce, del sur.
No es la obra de Ríos tarea para los trabajadores que buscan desconectarse con una narracioncita amena o picante hecha de sujeto, verbo y complemento. Aunque sí picante, amena y divertida, furiosamente jubilosa, la de Ríos es un espacio exigente y trabajoso, hecho no para quienes quieren leer como si vieran televisión sino para aquellos que buscan la emoción de la orgía verbal y de la promiscuidad sintáctica, el temblor y el temor irreverente del lector que no le teme a las latas vacías, los barcos ebrios, las pasiones non sanctas por el diptongo y las disipaciones entre hiatos jadeantes.
Larva es una obra que sucede en un lugar de la mancha tipográfica, en un lugar de la lengua manchada que él amacha, remacha y pone a chambear y a bailar chachachá y flamenco, pasodoble y tango... a ritmo de Céline y Sarduy, Sterne y Goytisolo, Góngora y Valle-Inclán, en una empresa lingüística, por así decir, no figurativa y ni siquiera abstracta, que tiene que ver en muchos tramos con los escenarios fingidos de eso que se llama instalación, una de las contribuciones del arte contemporáneo al patrimonio dinámico de las vanguardias de nuestra edad.
En uno de sus ensayos más citados y menos leídos, titulado “Las jitanjáforas”, Alfonso Reyes recoge una serie de versos populares y de autor que pueblan los juegos de niños: “aserrín, aserrán, los maderos de San Juan”; el idioma de las brujas y la lengua de los demonios; “abracadabra”; “Pape Satàn, pape Satàn aleppe!”, como reza un célebre verso de Dante Alighieri. Los ejemplos que interroga y rinde Alfonso Reyes señalan una tradición periférica en la cultura hispánica: la del nonsense verse, o poesía insensata, que en la lengua inglesa encuentra sus formas clásicas en las obras de William Shakespeare, Edward Lear y Lewis Carroll. No en balde Ríos es un asiduo lector y un beneficiario creativo de Alicia en el País de las Maravillas. En francés, esa tradición de poesía y literatura que busca una efervescencia sintáctica y asociativa se remonta a ese poeta que se esconde bajo la máscara del profeta y visionario llamado Michel de Nostradamus, cuyas Centurias son un modelo de literatura enigmática. Más recientemente, a fines del siglo XIX y principios del XX, Raymond Roussel escribió novelas como Impressions d’Afrique o Locus solus, fundado en el singular procedimiento de crear cadenas homofónicas –frases que suenan igual pero significan cosas distintas– y luego proceder a rellenar, por así decirlo, el hiato entre ambas referencias con una historia. James Joyce, unos cuantos años después, produciría una de las novelas más espectaculares de la historia de la literatura con una prosa intensa, extensa y proliferante.
Las jitanjáforas, los versos infantiles y las “porras” o cantos deportivos o tribales son dueños de una fuerza arrolladora. Pero esa fuerza ha sido desdeñada, o recluida en los sótanos del habla lumpen, en la lengua española, que, después del pródigo-prodigioso Siglo de Oro, entró en una suerte de estado de hibernación académico y curialesco, a pesar de los juegos efímeros de la tradición barroca, como los villancicos negros y los “tocotines” de Sor Juana Inés de la Cruz. Largos años, siglos de rigidez separaron a la letra española de la hirviente y volcánica creatividad de Laurence Sterne y, más cercanamente, del francés de un Louis-Ferdinand Céline y su obra estallada en el oído. En español habría que esperar, luego de La Celestina, el Lazarillo y el Cancionero de Burlas, las obras de Valle-Inclán y Gómez de la Serna para ver a la lengua quitarse el corsé de la corrección y la decencia. En francés, un heraldo de este sueño fue Valery Larbaud, primer traductor de Joyce, amigo de Reyes, escritor y lector en varias lenguas cuyo “heterónimo” A. Barnabooth soñaba con una suerte de esperanto lingüístico capaz de atravesar las fronteras. Ese sueño literario ha tenido en las letras europeas diversas manifestaciones: una de las más vanguardistas –que cito porque tiene a mi parecer una semejanza con Ríos– es la de Pierre Guyotat, cuya saga novelística, a partir de la novela Edén, Edén, Edén, arriesga no sólo una demolición de las formas verbales tradicionales sino una recreación de la vida cotidiana. Pero es acaso en el orden lírico, en la poesía, donde hay que buscarle a Ríos una familia intelectual de mayores afinidades... Pienso, en el caso de la poesía mexicana, en la obra asombrosa y translingüística de Gerardo Deniz, quien, fiel al sueño del esperanto y de la torre de Babel, cultiva un idioma políglota donde, además del ruso, el alemán, el inglés y el griego, dialogan los lenguajes de la ciencia y de la música.
En las Américas españolas esta tradición expresionista e impresionista de la palabra tendría un desarrollo incomparable en las obras de Miguel Ángel Asturias, Leopoldo Marechal, José María Arguedas, José Lezama Lima y –contemporáneos de Ríos– Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Julio Cortázar, Carlos Fuentes; en España, Alfonso Grosso, Juan Goytisolo, Rafael Sánchez Ferlosio...
¿Larva es una novela que cuenta la historia de dos amigos que pasan una noche en blanco en Londres? ¿O es más bien un experimento, un campo de ejercicios y entrenamientos, un gimnasio del ingenio donde la historia que se quiere y no se quiere contar va desmoronándose a lo largo de las páginas en un juego incesante de escrituras que se replican y desdoblan hasta el vértigo, la náusea, el sueño y la muerte?
El chiste de esta historia imposible está en seguir las huellas de la parodia herida, de la oda enrevesada y del homenaje subversivo que el narrador bufón va sembrando en cada página, que lo mismo se chupan a los evangelios como si fuesen cigarrillos Faros que escupen vanguardias. La sombra de esa parodia es un músico que toca su gaita lingüística mientras se pierde en la noche del significado inapresable. No, no hay que preguntarle qué ha querido decir sino ordenarle con voz de camarada: Play it again, Julián.
Adolfo Castañón
— Letras Libres
Julián Ríos, la spirale et le livre
Né en 1941, le géant espagnol Julián Ríos fait partie de cet étrange cénacle d’auteurs peu connus du grand public mais adorés par leurs « lecteurs électeurs », lesquels, si on le leur demandait, leur décerneraient immédiatement un Prix Nobel. Admiré par ses pairs (Goytisolo, Páz, Fuentes, Coover) comme par sa descendance (une très vivace génération spontanée d’auteurs en Espagne, encore inédite en français), «Ríos Grande» a d’abord longtemps existé pour et à travers les autres, les faisant parler (ses livres d’entretiens avec Octavio Páz ou R.B. Kitaj) ou les faisant éditer (la collection «Espiral» a fait découvrir Arno Schmidt ou Thomas Pynchon aux lecteurs espagnols). Jusqu’à Larva, en 1983, labyrinthique tour de Babel plantée à Londres que ses lecteurs considèrent comme le Finnegans Wake espagnol. Protéiforme et obsessionnelle à la fois, son œuvre base ses architectures méticuleuses et circulatoires sur la zone d’échanges entre l’auteur et le lecteur. Lui-même revenant perpétuel d’une vie de voyages dans les textes, il y converse sans cesse avec ses grands ancêtres encyclopédiques (Cervantès, Sterne, Nabokov, Joyce et leurs descendances) en même temps qu’il ausculte le monde et invente sans cesse de nouvelles stratégies pour faire avancer la course de relai de la littérature. Passionné par la construction des mythes, au passé comme au présent, il plonge aujourd’hui avec délice dans le vortex d’histoires et de faux-semblants lié à la mort de la Princesse Diana pour tisser une spirale plus dense encore d’intertextes, d’anecdotes et de coïncidences: Pont de l’Alma, son nouveau palimpseste, ingurgite tout sur son passage (les personnages de fiction et les sosies, les chiens et les écrivains, les objets trouvés et les objets perdus) et ambitionne plus que jamais de «transformer le lecteur en inventeur de son propre roman». Avec un seul mensonge attaché à sa proue («Les accidents se produisent rarement par accident»), ce Livre des morts virtuose jusqu’à la magie souligne surtout le lien viscéral qui unit le monde à la littérature d’invention, aussi triviales que ses jongleries puissent parfois paraître : comme tous les romans de Ríos, c’est une cosmologie infiniment cohérente où les mots et les choses, l’écriture et la vie, le réel et la littérature sont les deux faces d’une même dimension. Il nous a reçu chez lui, à Saint-Martin-La-Garenne.
Pour commencer, j’aimerais vous soumettre une phrase prononcée par William T. Vollmann à propos de son dernier livre, Imperial: «Je pense que toutes les métaphores sont équitablement pertinentes, que l’on peut projeter ce qu’on veut sur un paysage ou un personnage ; du moment que l’on s’y prend avec sincérité, des vérités très profondes en jailliront». Elle évoque la première phrase de Nouveaux Chapeaux pour Alice: «Un chapeau n’est pas un chapeau». Vous concentrer sur un sujet pour mieux vous en détourner, c’est ce que vous faites dans Pont de l’Alma, qui est finalement tout sauf sur un livre sur la mort de Lady Di…
En ce qui concerne «Un chapeau n’est pas un chapeau», cette exclamation est la négation d’une phrase de Joyce qui se trouve à la fin de Nouveaux Chapeaux pour Alice et qui dit tout le contraire. C’est une façon de retourner le chapeau: les choses peuvent paraître à la fois exactement ce qu’elles sont, mais aussi le contraire. Ainsi, Pont de l'Alma est et n'est pas un roman sur la Princesse Diana. La Princesse est la pierre qui tombe dans l'eau, et qui y fait naître des histoires en cercles concentriques de plus en plus grands. Dans la littérature, quand l’écrivain est un peu illusionniste – ce qui arrive souvent aux écrivains –, un objet comme un chapeau peut se transformer en n’importe quoi. Pensons au chapeau qui figure dans Le Petit Prince! Je ne connais pas le livre de Vollmann que vous mentionnez, mais de mon point de vue le paysage n'est pas un écran de projection mais un champ de découvertes. Le paysage appartient autant à la Géographie qu'à l'Histoire. Pour moi, l'écrivain doit découvrir l’âme ou l’essence d’un paysage, sa force d’attraction. Prenez cette pièce, cette maison : nous sommes au bord de la Seine, juste en face de là où habitait la peintre Joan Mitchell et où elle a passé une partie de sa vie créative en peignant ses grandes toiles. Des critiques à New-York ont classé son œuvre dans l’abstraction lyrique. Et moi qui connais ces paysages par cœur, je sais que son point de départ était figuratif, même si elle est allée bien au-delà de la figuration. Un paysage n’est pas une toile blanche, c’est une source d’informations. La géographie est pleine d’histoires, du moment qu’on la met en relation avec l’Histoire, avec les hommes et avec la vie. J’ai envie d'emprunter et de détourner un titre de l’écrivain Guy Davenport : «L'imagination de la géographie». J’y crois beaucoup.
Est-ce la raison pour laquelle les villes (Londres, Paris ou Berlin) jouent un rôle aussi importants dan vos livres?
Ce sont les décors de la littérature contemporaine. Les grandes villes sont surtout pour moi des sources d’ambiguïté permanente. Vous voyez quelqu’un faire rentrer de force une personne dans une voiture et vous n’avez aucune idée sur le sens réel de la scène : s'agit-il d'un kidnapping, le premier individu aide-t-il le second? La ville est semée de signes, la ville est polysémique: Polys sémique.
Les villes sont aussi des espaces très denses d’informations et de possibilités. En lisant vos livres, on a cette impression que des passages s’ouvrent et se dérobent dans tous les coins et recoins des histoires et des décors.
C'est la structure labyrinthique. En même temps, dans le labyrinthe, il y a un ordre parfait qui structure le chaos. Je fais partie des écrivains qui aspirent à contrôler le chaos, et le labyrinthe est la forme parfaite pour arriver. Il y a aussi la spirale, qui est plus belle et plus parfaite encore. La spirale en expansion me permet d'avancer plus loin à chaque fois, tout en revenant sur mes obsessions.
Le labyrinthe pourrait-il servir de topologie modèle à la manière dont se construit (et se déconstruit) Pont de l'Alma?
Oui, sans doute. Même si je pourrais citer une autre figure: l'octaèdre. Il y a huit chapitres, huit facettes dans ce roman. Et pour revenir sur la Princesse, qui est comme le Chapeau que le Chapelier Fou offre à Alice, elle est au centre sans y être, elle est le centre autour duquel gravitent tous les personnages. Je n'aurais jamais cru que Diana Spencer pourrait m'intéresser à ce point. C'est seulement après sa mort, quelques jours après, en voyant la foule au-dessus de l'entrée du tunnel du Pont de l'Alma, que l'étincelle s'est produite, comme à chaque fois que je vais commencer un roman... Ce genre d'illumination dont parlait Faulkner quand il évoquait la vision de la culotte d'une gamine descendant la façade de sa maison et qui avait déclenché l'écriture du Bruit et la Fureur. La flamme du roman est née en voyant celle du Pont de l'Alma. Le reste est venu après : le souvenir d'avoir vu Diana dans sa Jaguar à un feu rouge à Londres dans les années 1980. En y repensant bien, j'ai réalisé ce qui m'intéressait tant dans la figure de la Princesse: il est rare à notre époque de voir naître un mythe, et d'observer la manière dont il se construit. Un mythe grossit au fur et à mesure qu'il circule et qu'on le pervertit. Tout ce qu'on dit sur le mythe l'alimente. La Princesse est un palimpseste extraordinaire, dans lequel chacun de ses adorateurs ou détracteurs, selon ses intérêts et ses obsessions, se retrouve. Mais indépendamment de l'intérêt pour la naissance du mythe, je ne veux pas occulter les secrets du roman. C'est une œuvre qui en cache beaucoup. Il y a quelques jours, mon éditeur espagnol m'a envoyé une critique très intéressante: le journaliste cite un passage du roman où l'œuvre est comparée à un iceberg dont la partie invisible soutient l'ensemble ; et peu après, il évoque avec générosité la précision et la beauté des phrases, et en cite une, où vole un papillon: «Volant libre aux domaines invisibles merveilleux intenses rutilants». Or dans cette phrase [p.233 de l'édition français, ndlr] se cache précisément, via un «VLADIMIR», l'âme de Nabokov qui s'enfuit comme un papillon s'envole, puisque la scène où la tante du narrateur est en train de mourir se passe au moment et à l'endroit précis où Nabokov est en train d'expirer [Nabokov était un éminent lépidoptérologiste et les papillons apparaissent partout dans son œuvre, ndlr]. C'est aussi, bien sûr, une référence à « The Vane Sisters », cette célèbre nouvelle de Nabokov où la présence des fantômes des deux sœurs est signalée par un acrostiche. C'est la part invisible du texte. J'aime bien dire que j'écris aussi pour l'Œil de Dieu, même si aucun critique ou lecteur ne s'en rendra compte. La vie du texte, la manière dont il sera compris, incompris et bien sûr amélioré par les lecteurs qui y découvriront des choses auxquelles l'auteur n'avait pas pensé, me passionne. Savez-vous que pendant la guerre, une bombe a décroché un pan de la jupe d'une figure de la façade de la cathédrale de Chartres, et a révélé un serpent enroulé autour de sa jambe? Ce sculpteur aussi avait travaillé pour l'Œil de Dieu. J'écris pour les lecteurs, mais aussi pour les relecteurs. Le texte grossit au fur et à mesure qu'il est lu et relu. Le Quichotte qu'on lit aujourd'hui est considérablement plus riche que celui du XVIIe siècle. Un texte sans lecteur est plus triste encore qu'un auteur sans lecteur : il est mort. Heureusement, il ressuscite dès qu’un œil l'anime.
Vous pourriez presque réécrire vos livres en partant des mêmes situations de départ et en suivant des bifurcations différentes…
On peut le faire avec tous les livres. Tous les livres pourraient bien sûr être décrits avec le titre de la fameuse nouvelle de Borgès, « Le jardin aux sentiers qui bifurquent ». Ou qui trifurquent, quelquefois. Dès le deuxième chapitre de Don Quichotte, les personnages pourraient prendre un autre chemin. Dans le roman, les personnages sont organiques, en évolution, plutôt que des stéréotypes fixés.
Par rapport à Larva, tous vos textes offrent un premier niveau de lecture narratif. S'agit-il de votre part d'une forme de concession
C'est une stratégie, pas une concession. Je ne pourrais pas refaire Larva une deuxième fois. Joyce, après Finnegans Wake, avait prévu d'écrire un livre très simple et très court. Depuis quelques temps, j'essaye de gratifier le lecteur pressé. Mais le bon lecteur n'est jamais dupe. Il sait qu'en passant plus de temps sur le texte, voire en le relisant, il trouvera plus de richesses et plus de plaisir. C'est le signe de la littérature. Dans Larva, il y avait beaucoup d'histoires mais je privilégiais le travail sur la langue. Parfois, comme dans les Nouveaux chapeaux pour Alice, j'ai privilégié la passion de raconter, d’autres fois les personnages et leur densité comme dans Monstruaire. Ma devise vient de Pessoa: «Sois pluriel comme l'univers». Dans les années 1970, j'ai collaboré à la revue mexicaine Plural et Octavio Paz, qui dirigeait la revue, m'avait dédicacé la première édition de son livre sur Duchamp en faisant allusion à sa phrase «Water Writes Always in Plural»: «Pour Julián Ríos, dont l'écriture est aussi plurielle». Mais pluriel ne signifie pas contradictoire, et la diversité a toujours un centre d'intérêt. C'est pour ça que j'affectionne tant la spirale : on repasse par le même endroit pour aller ailleurs, et plus loin.
En termes d'équilibre entre la surface et les choses cachées, vous atteignez avec Pont de l'Alma une sorte d'achèvement formel…
Nabokov s'amusait beaucoup à inviter des fantômes dans ses récits, même si les lecteurs ne pouvaient pas déceler leur présence. J'ai très à cœur de faciliter la tâche à mes lecteurs. Ce que j'ai réussi, j'espère, dans Pont de l'Alma, c'est de faire en sorte que l'on puisse suivre le fil du texte naturellement, malgré la quantité des histoires et des faits réels qui soutiennent l'iceberg. Je pense par exemple au chapitre intitulé « Bonzo », qui évoque notamment la vie de Céline. Le lecteur doit pouvoir se laisser porter par le récit, par le flot du fleuve, comme on descend la Seine. Bien sûr, il doit aussi pouvoir revenir sur les lieux pour enquêter, comme le fait le protagoniste du chapitre « Opération Dent » qui démêle et emmêle les conspirations autour de la mort de Diana.
Ce chapitre sur Céline est le plus vertigineux du livre, mais son sujet est plutôt le lien mystérieux avec la Princesse que Céline en lui-même, comme un « whodunit » purement littéraire.
Le chapitre sur Céline est d'après moi un chapitre-charnière. Il permet de comprendre le rapport du roman avec la mort, un roman que j'appelle parfois mon livre des morts : c'est un livre plein de morts qui circulent, vont et viennent, ont un poids. De la même manière, la croisière du chapitre «Champs-Elysées» est pleine de fantômes : au premier degré, c'est une surprise-party sur un bateau avec des sosies de Marlene Dietrich ou Bette Davis ; au deuxième, c'est un grand rassemblement de figures disparues à Paris. C'est le livre des étrangers morts à Paris. Le narrateur fréquente des lieux d'étrangers à Paris, qui se sentent étrangers. Il vient là où Joyce et Picasso venaient, là où ils se sont tenus face à face mais ne se sont jamais adressé la parole.
Vous abordez le sujet de manière très biaisée, avec ce dispositif de sosies...
Bien sûr, il y a les doublures mais aussi les protagonistes. Il faudrait parler du personnage de Camille, qui est bien réel, et du narrateur, deux invités de chair et d'os parmi les fantômes... C'est comme dans le Tour d'écrou d’Henry James, que l'on peut lire de plusieurs façons, en croyant à l'histoire de fantômes ou en privilégiant la piste psychanalytique. L'important, c'est que l'ambiguïté demeure, et c'est ce qui en fait la meilleure histoire de fantômes que je connaisse. Pour « Champs-Elysées », on peut lire le chapitre comme un récit réaliste, comme une allégorie d'un bateau des morts descendant la Seine, ou comme la projection de la pauvre Camille dans son coma.
Vous parlez de possibilité réaliste. Or, à l'instar des astres de votre constellation, vous lisez le réel comme on lirait un livre... Est-ce la complexité du réel qui vous inspire votre littérature, ou est-ce que la littérature est plus large que le réel?
Ce sont deux choses différentes. Dans Quichotte et fils, je commente l'opinion de Nabokov selon laquelle il faut toujours prendre le mot « réalisme » avec des pincettes ou des guillemets. Je crois infiniment à la réalité, car elle permet de mieux avoir les pieds sur terre pour prendre le premier élan, s'en éloigner et arriver à quelque chose de plus vrai que nature... Pour donner de la vraisemblance à la littérature, il faut être plus vrai que nature. Même si tout est inventé, il faut bâtir un monde. Si l'écrivain écrit de la fiction, c'est moins pour sortir du réel que pour en bâtir un nouveau. Le Sud de Faulkner permet de mieux voir le Vieux Sud des Etats-Unis, mais il n'a rien à voir avec le véritable Vieux Sud des Etats-Unis. Le réalisme est un tremplin.
Parfois, la réalité que vous construisez est encore plus littéraire que les livres eux-mêmes.
Les Anglais ont cette expression: «Stranger than Fiction», qui au fond est l'évidence même; bien sûr, le réel est parfois si loufoque que même la fiction n'oserait pas le décrire, par peur d'invraisemblance. Mais quand on aime, comme moi, tourner autour du pot, on apprécie surtout ces coïncidences qui finissent par s'agglutiner sans que l'on sache comment ni pourquoi, entre des choses qui n'ont rien à voir. Par exemple, dans le chapitre sur la peintre Camille Larocque, s'agglutinent des faits historiques (le tableau de Corot, la scène finale de Jules et Jim tournée sur ce même pont, la mort du premier soldat mort à cet endroit précis pendant la traversée de la Seine après le Débarquement…) et des détails figurant sur un tableau accroché dans ma cuisine, une huile d'un certain Laroque, sans c, et que je regardais tous les matins pendant mon petit déjeuner depuis que je l'avais chinée dans une brocante. C'est en découvrant tout ce réseau de coïncidences que ce tableau a commencé à me raconter son histoire, que j'ai retranscrite dans le texte.
Tout, dans ce nœud des coïncidences, laissait présager que le tableau était imaginaire, comme ceux de Mons dans Monstruaire.
Dans Monstruaire, en plus de la vie du peintre Mons, j'ai inventé son œuvre. Mais heureusement pour moi, je peux aussi être tenté de raconter une histoire à partir d'un cendrier ou d'un tableau bien réels. J'ai devant moi la Seine, l’Île Saint-Martin, peinte maintes fois par Monet. Parfois, la lumière me rappelle certains de ses tableaux. Je sais bien que Monet n’a pas épuisé cette lumière. Tous les jours, j’ai un Monet différent devant mes fenêtres. Sa leçon, c’est la valeur qu’il a donnée à l’instant. C’est ce qui m’intéresse dans la littérature : l’écrivain, comme le photographe et le peintre, doit savoir fixer des instants uniques, qui disparaissent ensuite pour toujours. Il sait les capturer pour la postérité, c’est son humble privilège.
N’êtes-vous pas tenté d'écrire un livre sans toutes ces dates, ces écrivains, ces livres qui peuplent vos romans?
Il ne faut pas oublier les personnages! Camille, par exemple, ou bien le photographe Carrion et tant d'autres, ne viennent de nulle part, sinon de mon imagination romanesque. Par ailleurs, penser que l'on peut écrire sans le passé de la littérature est une erreur d'appréciation prétentieuse. Don Quichotte est le livre des livres et il est plein de livres. La littérature est pleine de littérature comme la peinture est pleine de peinture. Il n'existe aucun tableau important qui ne contienne toute l'histoire de la peinture. Vous connaissez sûrement cette définition de la littérature américaine qui sépare les écrivains en peaux rouges et visages pâles [introduite dans les années 1930 par le critique Philip Rahv, fondateur de la Partisan Review, ndlr]. L'épitomé des visages pâles est Henry James, et celui des peaux rouges Mark Twain... Mais en réalité, le monde de Mark Twain est plein de références à la culture de son temps, c'est un vaste intertexte. Et il ne faut pas oublier que les écrivains ont leur tempérament. Je suis un romancier encyclopédique, je viens de Rabelais et Cervantès, de ces romans à l'ambition totalisante. Mais peut-être écrirai-je un jour un roman de méditations sur le désert et le sable plutôt que la forêt.
Emil, qui est comme un fantôme au milieu des histoires et des personnages de vos romans, pourrait-il enfin en devenir le sujet?
Emil vit pour les autres, c'est sa mission de narrateur. Mais il a tout de même aussi un rôle important de personnage principal dans Larva, quand il décide d'écrivivre, de vivre par l'écriture. Je pense que sa folie est belle: c'est une façon de vivre beaucoup plus belle et plus intense. Le moment de l'écriture est le moment le plus intense de la vie. J'aime aussi beaucoup le moment hésitant où je prépare mon coup, comme le voleur. Mais le moment de l'écriture, de l'action, l'heure de la vérité, comme on dit en tauromachie, est vraiment suprême.
Votre amour de la coïncidence et vos connaissances sont presque votre maladie…
Il y a une belle expression en espagnol: «El conocimiento no ocupa lugar», la connaissance ne prend pas de place. Heureusement. La mémoire, c'est un autre problème. Funès, le personnage de Borgès, devient fou à force de tout se remémorer, et parfois en littérature, il faut oublier des détails pour arriver à une synthèse. Et puisque nous parlons de Borgès, quand on lui reprochait d'introduire souvent dans ses histoires des tigres, des miroirs, des labyrinthes ou trop de livres, sa meilleure réponse se trouve dans son affirmation: «Je suis décidément monotone». Mais quelle diversité dans cette monotonie!
Vous parlez de mémoire : les récits de Monstruaire ou Pont de l'Alma mélangent tellement les époques qu'ils semblent difficile à dater.
Mes romans s'inscrivent pourtant dans un temps très précis. La seule chose qui me différencie des auteurs de romans réalistes du XIX siècle, c'est que les dates figurent parfois implicitement, dans les détails. Poundemonium contient des dates. Amores que Atan (Belles Lettres en français), pour lequel il faudrait un jour trouver un autre titre français, est plein de références à l'actualité. Le roman se déroule sur une durée de vingt-six jours, associés aux vingt-six lettres de l'alphabet qui sont chacune l'initiale d'une héroïne littéraire: de A pour Albertine à Z pour Zazie. Quand, dans la dernière ligne du chapitre P, la lune se présente telle une parenthèse lumineuse qui se referme, cela correspond exactement à l'aspect que présentait la lune sur le ciel de Londres cette nuit-là. Par déduction, et avec une lecture attentive, on peut situer très précisément les lieux et les époques. Larva, par exemple, est bourré de détails, vestimentaires, architecturaux... Même les photographies à la fin permettent de situer le roman, puisque beaucoup des lieux qui y figurent n'existent plus. C'est un roman historique, si vous voulez. Tous les romans d'aspect réaliste deviennent historiques avec le temps, d'ailleurs. Et au fond, je suis un fanatique du réalisme à la Zola ; j'ai toujours un calepin sous la main pour noter des détails qui m'intéressent.
Vos livres offrent tout de même une vision du temps qui est loin d'être réaliste.
Ca doit être vrai, puisque des universitaires ont consacré des études entières à ma conception du temps. Je sais aussi que ça complique la tâche à mes traducteurs. Evidemment, le temps est un autre mystère et le temps de la littérature n'a rien à voir avec celui de la montre. La littérature a le pouvoir de le ralentir ou de le condenser, dans l'illusion de la lecture mais pas seulement : les livres ont le pouvoir de nous faire pénétrer dans les dimensions cachées du temps. Sterne et Cervantès l'ont démontré de manière extraordinaire.
Dans Solo à deux voix, votre livre d'entretiens avec Octavio Paz, Paz évoquait le nouveau temps qui venait, qui ne serait «ni un futur ni un passé».
Tout temps à venir se prétend nouveau. Dans l'édition actualisée et définitive de ce livre, qui est encore inédite en français, il y a un dialogue final en forme d'épilogue qui a été rajouté, réalisé 25 ans après. J'avais proposé à Octavio d'évoquer le XX siècle finissant à travers un dernier dialogue, sous le titre «Entre utopie et entropie». C'est un peu son testament.
Il y a aujourd’hui en Espagne une nouvelle génération d'auteurs très créative et très vivace, qui se réclame entre autres de votre œuvre et des livres que vous avez fait publier en Espagne dans la collection Espiral, comme Pynchon ou Arno Schmidt : Juan Francisco Ferré, Robert Juan-Cantavella ou Agustin Fernandez Mallo. Vous reconnaissez-vous dans leurs œuvres?
Tout à fait. Car ils ont compris qu'on ne peut pas écrire la littérature du XXI siècle avec les formes du XIX. C'est un groupe très hétérogène tant par le style que par l’âge, et je suis leur œuvre avec intérêt. Je pourrais citer par exemple, publiés récemment: El Dorado de Robert Juan-Cantevalla, Intente usar otras palabras de German Sierra et Providence de Juan Francisco Ferré. Voilà trois romans très intéressants, très vivants. Homo Sampler, le récent essai d’Eloy Fernandez Porta, où il poursuit son exploration de l'ère Afterpop, est aussi très créatif. L'Espagne a de la chance d'avoir ces auteurs. Quand j'ai commencé à écrire, j'étais très isolé. Je ne crois pas beaucoup au mot « génération », mais c'est là un très beau groupe. Ils se comprennent, pensent ensemble, s'informent ensemble. Ils sont la preuve que l'Espagne n'est pas restée engluée dans les vieilles recettes du roman commercial.[...]
Olivier Lamm
— An atlas of peculiar galaxies