EL PRIVILEGIO DE SER DIOSES

Alberto Martín Aragón

Reseña aparecida en la revista ”LETRA INTERNACIONAL”
nº 86 (2005)

Una obsesión por dar formulación a la irrealidad de lo real guió siempre el arte del polaco Bruno Schulz, figura clave de la modernidad literaria europea y notabilísimo dibujante. Sustentada en un entramado de fastuosas metáforas, su escritura fue investigación y celebración de la materia como fuente de interrogantes y depositaria de la voluntad del tiempo. Pero, por encima de todo, su empresa creadora puede definirse como un rastreo por las eternidades ocultas en los repliegues de la vida.

Al igual que Proust y Kafka, este autor de sangre judía comprendió que la ciencia había herido de muerte las diferentes expresiones del absoluto acuñadas durante siglos de omnipresente monoteísmo. De este modo, en una civilización desprovista de certezas y de un dios relojero, el artista debía ofrecer al mito un nuevo ámbito en el que éste pudiera manifestarse con vigor, sin las presiones de un relativismo en ocasiones reduccionista. Tal espacio no fue otro que el microcosmos de lo doméstico, reducto de esa afectividad capaz de seguir suministrando valores extemporáneos. Ceñido a este contexto, Schulz pudo elaborar una particular cosmogonía en la que se parodian —y por tanto se homenajean— elementos del misticismo hebreo y la Cábala.

Estructurada en quince relatos narrados en primera persona. Las tiendas de canela fina (1934) componen sustancialmente la crónica de una familia que se precipita en la decadencia en medio del tedio, roto por las excentricidades puntuales de Jakub, el padre, un ser fatigado de su propia fascinación ante el espectáculo de la existencia. Enigmático, hiperbólico, dueño de una inteligencia demasiado sensible como para mantener a raya su equilibrio psíquico, este personaje es la encamación del viejo orden a la par que su propio detractor. Su locura, de una gran fertilidad cognitiva, le convierte en recipiendario de varias epifanías que él mismo codifica en el Tratado de los maniquíes o Segundo Libro del Génesis. En este conjunto de reflexiones, el anciano Jakub no duda en restar méritos al Demiurgo del Sinaí, «pues no tuvo la Gracia de la creación; la creación es una potestad de todos los espíritus». Tampoco vacila en hacer pedazos la Ley talmúdica: «No hay nada pecaminoso en limitar la vida a formas nuevas y diferentes. La destrucción no es pecado. Muchas veces es una violencia necesaria respecto a las formas rebeldes y osificadas que han perdido interés». Erigido así en heresiarca de todo aquello que venera, sus audaces exordios y dementes comportamientos quiebran el aburrimiento del hogar a costa de desbaratar su aparente armonía.

Testigo y notario de este derrumbamiento, la figura del hijo, inequívoco trasunto de Schulz, completa este retablo de agonía espiritual interpretando el lenguaje de los espacios, bien las estancias de una casa cada día más sumergida en el olvido, bien las calles de una ciudad que avanza hacia una suerte de vacuo y difuso limbo a través de unos escenarios en perpetua metamorfosis. Hasta los objetos y criaturas animales más insignificantes cobran entonces un predicamento antropomórfico. Lo inerte saca de sí propiedades desconocidas y coopera con lo móvil en la construcción del tiempo. Inversamente, las personas parecen estar sometidas a una sutil cosificación en virtud de la cual quedan difuminadas en el plasma de un paisaje onírico. Asistimos, pues, a una supeditación recíproca. Muerte y vida se neutralizan para dar lugar a una forma nueva de ser. «No hay materia muerta —dirá el padre durante una de sus alocuciones—, la muerte solamente es una apariencia bajo la que se ocultan formas de vida aún desconocidas».

Para descubrir y exponer con claridad semejantes formas de vida, Schulz recurre al poder de la metáfora y del símil, intensificadores de la expresión y, por tanto, expositores de unas relaciones entre los entes caracterizadas por lo inusual y lo extraordinario. La aplicación de la analogía a cualquier elemento provoca la ilusión de movimiento. El omnia transit del Barroco gravita en este modus operandi. Nada está detenido, lo que convierte a la muerte, entendida como reposo total, en una entidad inoperante. Se mire adonde se mire todo es susceptible de ser informado y todo atesora la capacidad de informar lo ajeno.

Sin embargo, este estado de vida permanente descrito por Schulz se halla lejos de ser una beatífica Arcadia. La amenaza de una tragedia pende sobre cada instante; el sosiego se amplifica y dilata hasta el extremo de generar inquietud, y nada se revela como duradero ni estable pues todo no cesa de adoptar nuevas formas. En esta eternidad tediosa, la única moral posible es la que impone el goce y el horror de contemplar el paso del tiempo. Es decir, una moral de sesgo estético que obliga al sujeto a aceptar cualquier regla de juego que insufle un nuevo hálito a una cansada pero imperecedera materia. No obstante, en esta atmósfera presidida por un pesimismo telúrico que amenaza con reducir al ser humano a una criatura pasiva, el escritor judío exhibe una tabla de salvación: el esfuerzo demiúrgico, la voluntad de conferir otro aspecto a la realidad, de añadir belleza a la imperfección, porque «queremos ser creadores en nuestra propia y baja esfera, y deseamos el privilegio de la creación...».

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Bruno Schulz (1882-1942)

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LA METAMORFOSIS POLACA
Pablo D´Ors
Reseña aparecida en “Blanco
y Negro Cultural”
del diario ABC, nº 655
(14 de agosto 2004) ver más