DÍAS BLANCOS

Esdres Jaruchik

Reseña aparecida en la revista “EL CRÍTICO” de La Escuela de Letras de Madrid (marzo, 2005)

Cincuenta años vivió Bruno Schulz (1892-1942). Como tantos otros judíos, su existencia acabó a manos del Tercer Reich. Una vida segada en el momento de máximo esplendor creativo, y con una corta carrera literaria: sólo dos libros publicados. Las tiendas de canela fina y El sanatorio de la clepsidra, un par de cuentos aparte. El cometa y La patria, numerosos e incisivos ensayos y reseñas en la histórica revista Wiadomości Literackie (una parte de ellos recogidos en español en Ensayos críticos, Maldoror ediciones) y una obra gráfica igualmente reconocida, sobre todo por su Libro idólatra. Jerzy Jarzębski en este breve estudio sobre Bruno Schulz hace una introducción sucinta pero bien escogida de los elementos primordiales en la vida y la obra del escritor polaco. Contiene asimismo una útil cronología y una lista de casi todas las lenguas a las que se ha   traducido su obra hasta el momento. Jarzębski nos cuenta sus romances, su vida familiar, su trabajo de profesor de dibujo, sus éxitos literarios en Polonia y el intento de llegar a otros países -en 1938 Schulz envía Die Heimkehr a Thomas Mann, un relato en alemán y de tema parecido a El sanatorio de la clepsidra, pero no recibe respuesta alguna-, sus problemas de salud y, finalmente, su terrible muerte de un tiro en la nuca, asesinado por un agente de la Gestapo, mero instrumento cogido al azar en una de entre muchas de las razias que se dieron en Drohobycz contra la comunidad judía. Podría haber sido cualquier otro judío, pero Schulz pasa en ese momento justo por el lugar equivocado, y la mano asesina dispara cobardemente sobre su nuca. Una muerte terrible que se suma a los millones de muertos judíos a manos de los alemanes, pero que en su absurdidad y estupidez enmarca sobremanera el destino de una cultura vasta y riquísima, imbricada en las raíces de Europa, parte primordial de su propia naturaleza, y que la propia Europa persigue, aniquila y expulsa de su seno.   Europa se auto-extirpa uno de sus órganos vitales, y Bruno Schulz, como tantos otros intelectuales y escritores judíos, nos revela la tragedia de todo un pueblo.

Nacido en el seno de una familia acomodada pero de la cual será el único sustento debido a la progresiva decadencia de la tienda familiar y a la temprana muerte de los padres y finalmente del hermano mayor –cuya mujer e hijos también pasa a mantener-, sus intereses primeramente se decantan por el dibujo y la pintura, disciplinas que nunca deja de ejercer, y las cuales a la postre le servirán para subsistir. Estudia los primeros cursos de arquitectura en Lvov, capital cultural de la época, hoy en Ucrania, pero tiene que dejarlos después del primer año por problemas de salud y seguidamente a causa del estallido de la primera guerra mundial, huyendo con su familia a Viena, donde asiste a la academia de arte y a clases de arquitectura. Ya de vuelta en Drohobycz empieza a ejercer la docencia en institutos de secundaria de la ciudad como profesor de dibujo, pero careciendo de titulación universitaria no finaliza su precariedad laboral hasta 1932, en que le conceden por decreto la plaza fija de profesor luego de numerosos recursos. Alumnos que asistieron a sus clases nos hablan de su gran imaginación y carisma embutidos en apenas metro y medio de estatura, de la invención y relato de cuentos fantásticos cuando la clase se le descontrolaba, y como gracias a un poder de atracción y a una ensoñación desbordantes los alumnos se calmaban embelesados.

Viendo el poder de sus narraciones improvisadas y exhortado por sus amigos, Schulz se da cuenta de su talento como narrador, y a partir de ahí empieza a escribir. El caso es que ya desde los primeros libros publicados se hace un hueco en la élite literaria polaca, y recibe numerosos elogios. Poco más tarde, junto a Gombrowicz y Witkiewicz, se le incluirá en el heterogéneo terceto que renueva la literatura polaca, una avanzadilla de nuevas ideas en la anquilosada literatura de principios de siglo. Schulz será de hecho la primera voz que sale en encendida defensa de Ferdydurke, hecho que convulsiona la escena literaria de la época, y que lanza definitivamente a Gombrowicz a la controversia y al tardío reconocimiento: sólo unos pocos años antes de su muerte, ocurrida en 1963, el autor exiliado tantos años en Argentina se convierte, vía Francia, en el autor polaco por excelencia del siglo XX.

Schulz nace y vive hasta su muerte en Drohobycz, en la Galitzia polaca, en el este, cerca de la frontera con Ucrania. Y a la manera del Dublín joyciano de Dublineses, Schulz hace protagonista de toda su obra a esa ciudad floreciente, viva y en gran expansión debido a la extracción de petróleo, albergue de tres grandes comunidades, la judía, la polaca católica y la ucraniana ortodoxa. Drohobycz se suma a una de tantas declaraciones de amor a la ciudad de cada uno, a las calles que se sienten propias, a las esquinas que se poseen como a una segunda piel. Los ejemplos de autores que transforman cuatro calles y cuatro casas en todo su universo literario son numerosos: Babel (otro escritor eslavo, judío, excepcional) y Odessa, Pessoa y Lisboa, Dickens y Londres, Baudelaire y París. En la Drohobycz de Schulz calles, plazas, tiendas, casas, toda la geografía urbana es un personaje más, casi siempre oscuro, misterioso e inquietante. La urbe deviene escenario y protagonista de la narración expresionista y rica en mitologías y   tradiciones, en inconscientes, en instintos, pulsiones y experimentos mefistofélicos. La ciudad de los relatos de Schulz se corresponde con un lugar que existe y es real, pero funciona a la manera de otros que no lo son, como Yoknapatawpha, Macondo o Región, espacios   imaginarios como toda creación literaria que se recrean a partir de territorios preexistentes y a partir de partes de la realidad y de la imaginación creadora, y que   luego se erigen en mundo autónomo. La recreación de una ciudad de provincias es vista en ocasiones por el niño lleno de admiración y recelo hacia la figura del padre. El padre como ser mágico e inalcanzable, como gigante y como tirano, a la manera de Kafka, pero al mismo tiempo el padre como ser genial y por lo tanto fuera de la comprensión y la aceptación de la sociedad, ser que se atreve a crear otros seres a medio camino de la vida, un padre que se convierte en cucaracha (Bruno Schulz traduce junto a su novia Józefina Szelińska El proceso), una cucaracha diminuta, repulsiva y digna de compasión, como la kafkiana. Pero es en el estilo donde los dos autores transitan por caminos diversos. Donde Kafka es economía Schulz es derroche, donde Kafka busca la palabra exacta, Schulz teje espirales de metáforas e imágenes que se reproducen a sí mismas, donde Kafka es implicitud, Schulz es explicitud y finalmente donde Kafka es metafísica y sentido profundo que ha sido velado incluso para él mismo, Schulz es expresionismo en personajes apegados a la vida y al mismo tiempo fuera de ella. Bruno Schulz es un escritor portentoso en su mundo propio, en sus implicaciones en el psicoanálisis, en su lenguaje exuberante, en la creación de ambientes entre lo negro y lo surrealista, y en la posesión de una imaginación fuera de lo común. El universo schulziano es personal e intransferible, bebiendo de las tradiciones hebreas y de sus leyendas, de Kafka, de Gustav Meyrink y su Golem, de los surrealistas, de Goya, de la novela gótica, para conformar un mundo en sí mismo, extraño e inquietante, atrayente y rico, y que nos recuerda vagamente al nuestro. Ahí reside gran parte de la fascinación que sentimos por Schulz: desde su mundo nos tiende cuerdas a las que nos asimos, alzamos la vista y vislumbramos nuestra realidad.

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