[...] En esa época remota, habíamos concebido con mis compañeros la idea imposible y absurda de ir más allá del balneario, hasta esa tierra que no pertenecía a nadie salvo a Dios, límite discutido y neutro donde acababan los confines de los Estados, y donde la rosa de los vientos, enloquecida, giraba bajo la bóveda celeste. Ahí, liberados de los mayores, íbamos a establecer nuestra plaza fuerte, a proclamar una república de los jóvenes. Ahí, íbamos a promulgar leyes nuevas, una nueva jerarquía de criterios y valores, llevar una vida emplazada bajo el signo de la poesía y la aventura, de deslumbramientos y asombros continuos. Creíamos que bastaría con apartar las barreras de las conveniencias, abandonar las viejas rutinas de los asuntos humanos, para que una fuerza elemental penetrase en nuestra existencia, una gran marea de imprevisto, una avalancha de aventuras románticas. Queríamos someter nuestra vida a un torrente de fabulaciones, dejarnos llevar por olas inspiradas de historias y acontecimientos. El espíritu de la naturaleza es en el fondo un gran relator. Él es la fuente de las fábulas, de las novelas y epopeyas. Había una cantidad de motivos novelescos en el aire. Bastaba con tender sus redes bajo el cielo cargado de fantasmas, hincar en el suelo un mástil que el viento hacía cantar, y pronto en torno a él comenzarían a aletear jirones de novelas cogidos en una trampa. |